René Leiva
Terminadas sus estériles indagaciones en comercios cercanos a la última dirección de la mujer desconocida (¿por qué suena tan magnética y enigmática y provocativa esa frase, mujer desconocida?) cuando estudiante, don José vuelve a su agujero negro, a tumbarse en la cama y reiniciar el diálogo con el techo de estuco y reconocer que ese otro yo suyo razona mejor y no sin sorna, con una cierta ironía sibilina y la irrebatible sabiduría popular de los lugares comunes. La necesidad, la duda, la desorientación, la soledad, otorgan al frío techo propiedades prosopopéyicas que ningún amigo confidente podría… El techo como suplente del cielo, un cielo duro y cercano; o como pantalla para proyectar en ella cuitas, desventuras, desesperanzas casi materializadas. Es la integridad moral, la conciencia intelectiva de don José, que nunca pierde de vista el absurdo por él escogido o que el azar eligió para él, da igual. En ese diálogo don José parece estar a la defensiva y el techo a la ofensiva — en un sentido condescendiente, no cómplice.
Una plática aleatoria consigo mismo, si se es honesto, demuestra que descubrir evidencias, hallar la testificación, sortear objeciones, llegar a la claridad, abrir puertas y ventanas, colmar el horizonte, cosechar frutos permitidos o prohibidos, profundizar lo tangible… todo eso se sobrepasa, y es uno solo, con volver la mirada hacia dentro sin más obstáculo que algún necesario parpadeo al volver la página, sobre todo si esa página está doblada en pliegue con otra por un extremo. Leer con el reverso de los párpados.
Todo lo cual no impide que don José ignore o no dé importancia a que la línea más breve de un punto a otro es la recta, mientras no se demuestre lo contrario. Se le ha insinuado, por gente extraña, que para llegar a la desconocida bastaría revisar la guía telefónica o ir a la Hacienda Pública, donde todo lo saben. Pero ese proceder le parecería facilismo holgazán, pérdida de la magia poética, trámite burocrático, burdo prosaísmo, negación de la aventura… como si de llenar expedientes de la Conservaduría se tratase. Por eso su camino que podría ser corto y directo, lo ha trazado curvado, azaroso, regresivo. De no ser contradictoria su aventura no sería. En la contradicción está su ¿razón? de ser. El relato de un amor — nacido imposible de ser correspondido– más intenso y disperso que todos los nombres de todo hombre y mujer.
Entre tanta adversidad y aflicción, está ya claro que poco antes del encuentro azaroso de la ficha de la mujer desconocida, mezclada con las de personajes famosos de su colección secreta, don José había llegado a un resignado clímax de vacuidad en su vida, a la culminación pasiva de la inanidad en su dócil labor como funcionario menor de la Conservaduría General. Pero apareció, se manifestó, mostróse, entre otros, como parte de todos los nombres, el nombre innominado de una, de la desconocida, como incitación inapelable a la aventura, su búsqueda impensada e inmediata, porque ciertas decisiones propias son desconocidas y remotas.
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(En el país de la eterna, Guateanómala, según las estadísticas y el penúltimo censo, el 49 por ciento de la población mayor de 15 años es delincuente activa o potencial, a un paso de serlo o desearlo, y el 51 por ciento es más o menos honrada. Es decir, los “buenos” somos más, aunque nos cueste; aunque eso conlleve a no pasar de zope a gavilán pollero.)