Adolfo Mazariegos

Hace algunos días, luego de realizar algunas diligencias en un sitio cercano a la Avenida Las Américas, me dispuse a sumergirme con calma resignada en ese denso tráfico de la tarde, que, en horarios pico, suele convertirse en una suerte de paisaje urbano al que nos hemos ido acostumbrando inevitablemente (no sin lamentarlo en más de alguna ocasión, claro). Lentamente rodeé la Plaza del Obelisco y luego, tomando rumbo al bulevar Liberación, acercándome al último carril del lado izquierdo, no pude dejar de reparar en un niño que, sentado en la orilla del barandal -que ni siquiera llega a ser una acera-, parecía disfrutar lo que supuse era un pan, un pequeño pastel o algo parecido (aunque en honor a la verdad, pudo haber sido cualquier otra cosa). Desde lejos le calculé cinco o seis años, quizá siete, no más. Y a su lado, sobre el cemento, una larga tira de frituras que supuse era la razón de que el chico estuviera allí, parecía ser su único y callado acompañante… Una escena que no tendríamos por qué ver, pero que ya es tan cotidiana y cada vez más frecuente, que tristemente la hemos llegado a percibir como una cuestión “normal” y muchas veces intrascendente. Un niño que al final de la tarde se encuentra solo, a pocos centímetros de docenas de vehículos que podrían atropellarlo, mutilarlo o incluso arrebatarle la vida de tajo; expuesto a que cualquier desconocido lo suba de un tirón a su auto o moto y haga lo que se le pegue la gana con su tierna humanidad; expuesto a caer varios metros por el barandal hasta los carriles de la parte baja del paso a desnivel; expuesto a fatalidades indecibles y atroces que seguramente muchos reprobaríamos sin pensarlo… Al día siguiente de ver ese cuadro, no pude evitar comentarlo con dos estimados profesionales a quienes guardo mucho respeto y estima, y quienes, además de manifestarme una verdadera preocupación y reprobación por hechos como ese, también me compartieron algunos episodios que ellos mismos habían presenciado recientemente en distintos puntos de la ciudad, lo cual, de más está decirlo, pone de manifiesto una realidad a la que no se le ha puesto verdadera atención a pesar de que ya empieza a ser realmente preocupante y a todas luces negativa: la explotación infantil (por las razones que sea). Niños y niñas que van dejando su vida en las calles, lejos de un hogar, lejos de un plato de comida digna, lejos de juegos y actividades propios de su edad, y lejos de una educación que les haga convertirse el día de mañana en buenos seres humanos y buenos ciudadanos. La niñez y adolescencia en Guatemala sigue siendo una materia pendiente para el Estado, eso es indiscutible, y aunque decirlo pueda parecer exagerado, con ello se está condicionando en gran medida el futuro de este país, un país que tanto necesita gente preparada, justa y honesta… Esos niños, también son Guatemala.

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