Eduardo Blandón

Lo de Donald Trump son bravuconadas.  La conducta no solo del millonario mimado con una perspectiva limitada, sino del anciano ególatra, inoculado por una perversión peligrosa para la nación que gobierna.  Un sujeto de esos a los que no nos tenía muy acostumbrado los Estados Unidos.

No es que nos sorprenda, Trump, ni que desconozcamos ese tipo de personalidades enfermas.  En América Latina hemos tenido los propios: Somoza, Noriega, Ríos Montt, Bucaram… y un etcétera que llega hasta nuestros días.   Lo que quizá ignorábamos era la vulnerabilidad de un sistema que creíamos cándidamente seguro, incapaz de filtrar a la bestia que gobierna esa inmensa nación.

Trump es un sujeto impresentable a toda luz.  Por ello maravilla su ascenso al poder a través de un discurso sin retórica, pasmosa violencia y limitados brillos intelectuales.  Un personaje salido de la farándula que concibe el ejercicio del poder como niño caprichoso.  Un capitán desprovisto de toda argucia y talento para mantener a flote la nave y llevarla a buen puerto.

El Presidente de los Estados Unidos se encuentra al nivel de otros bravucones altaneros del pasado como Gadafi o Husein, quizá como Mubarak.  Así es de ridículo y ambicioso, tan descerebrado y enfermo.  Trump no es muy diferente a Bashar al-Ásad o Putin, quizá emparente a Duvalier o a Idi Amin Dada.  Es pernicioso y letal, una bomba de tiempo con alcance mundial.

Como sea, Trump pone a prueba el sistema y puede que aún se escriba recto sobre renglones torcidos.  Eso es lo espléndido del juego de poder, la consideración de posibilidades y la gestación de un nuevo orden para provecho de las mayorías.   No se ha dicho la última palabra, veremos cómo se mueven las piezas y se reacomodan las fuerzas que, se espera, equilibre el desajuste dado en la actualidad.

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