Juan Jacobo Muñoz Lemus
Cada vez que se toca el tema, la imaginación se remonta casi irremediablemente, a las relaciones de pareja, que sin duda son un escenario ideal para el amor. Pero el sentimiento alcanza para todas las instancias humanas, si incluimos todo lo concerniente al universo.
De las relaciones humanas, bastante se ha dicho ya desde la filosofía, incluyendo las corrientes religiosas, que el amor es un desarrollo de muy alto nivel.
El amor implica respeto a los demás, a sus relaciones, intereses y tareas; es decir a producirse voluntariamente y en entera libertad en sus decisiones. Los intereses personales son legítimos, pero el que ama debe tomar en cuenta el bienestar de los otros y su conducta debe dirigirse a estimular el despliegue de las potencialidades del ser amado. En una relación de doble vía eso evitaría cualquier abuso. Digamos, lo que deben hacer un patrón y sus empleados, un funcionario y sus electores, una madre y sus hijos.
Pero los humanos, constantemente nos confundimos ante la avalancha de emociones embriagantes que hacen creer que sentir, es intensidad y profundidad. Se confunde el vínculo con estar tenso y entusiasmado y, todo empieza a parecer único, insustituible y necesario para vivir. Así es como padres e hijos, amantes y amigos, entran en relaciones exaltadas donde la fuerza y la perentoriedad superan cualquier clima de tranquilidad y solidaridad.
Es necesario distinguir entre necesidad de ser amado y capacidad de amar. Si aceptamos el destino de ser verdaderos seres humanos y no animales predadores o de presa, según la posición en la cadena alimenticia. En términos más psicológicos, es la diferencia entre ser dependientes y amar con ternura.
Por si fuera poco, en cualquier relación hay diferencias sustanciales que fácilmente pueden encontrarse y entrar en disputa. Si en lugar de eso, se constituyen en complementos de la relación, ellas mismas serían fortalezas de la unión y harían valioso el encuentro. De lo contrario habrá consecuencias aislacionistas, clasistas, racistas, sexistas, ideológicas o cualquier otra. Necesitamos pues, salir de la crisálida y amar las diferencias.
Si la endemia es el odio –quizá deba decir miedo–, hay que atender el odio y no a los presuntos odiosos. La piedra filosofal sería no engancharse con nadie. Con una sola persona que nos tenga del pescuezo, estamos muertos; en eso soy irreductible. Invertirle vida a la angustia, estar pendiente de la crítica o querer ser a costillas de otros, son formas de estar enganchados, aunque lleven disfraces amorositos.
El verdadero valor del ego es el autocuidado, un tema que se descuida. El valor de avisar y proteger la integridad sin atacar a nadie. La prudencia y el pudor son temas desatendidos y la conciencia inmadura es de negación. La tarea humana es asumirse, no negar la realidad, con egocentrismo que ponga en riesgo a los demás.
Me decía una mujer de quien aprendo tanto, que amar es dar la cara. Quiso decir encarar; porque el amor toca las fronteras de la vida y de la muerte. Es vital, pero también angustiante ante la posibilidad de perder. Es atreverse a renunciar a la dominación, dejar de penetrar todo lo que es virgen y descubrir el propio mito que nadie puede descubrir por uno.
Al final, el amor sí es intenso. Es pasión, humildad, intimidad, respeto, admiración, compromiso, cuidado, compañía y tolerancia. Algo muy superior a matrimonio y relaciones sexuales, que paradójicamente, en la mayoría de los casos ni siquiera caben. Solo el amor nos salva, pero no el que nos den, sino el que seamos capaces de ofrecer.
Así lo veo yo, y espero poder verlo mejor en el futuro.