Eduardo Blandón

De no ser por algunos espacios todavía libres de humo, el aire que respiramos es absolutamente dañino para nuestros pulmones. Y no me refiero, aunque también, a la contaminación física, sino al ambiente social que nos asfixia y establece condiciones perniciosas para nuestra salud psíquica.

Ya he dicho en otras ocasiones que estamos cada vez más enfermos. ¿Pruebas? Basta considerar la noticia reciente del joven veinteañero que atropelló a un grupo de personas en un ataque de cólera, violencia, prisa o locura… Y que posteriormente intenta hacerse daño, no sin antes escribir “Jehová” con su sangre, en su carro. El caso parece aislado, pero no lo es.

Semanas atrás, otro joven desquiciado envistió a un grupo de estudiantes, con una determinación de pasmo. El mozuelo también invocó a “Elohim”, revelando uno de sus atributos: Dios es bueno. Como que si la locura estuviera fácilmente vinculada a la religión o quizá una forma subrepticia de pedir perdón o encontrar consuelo en la desolación. ¿Quién lo sabe?

Lo cierto es que el aire que respiramos es putrefacto y nos expone a formas de conducta peligrosa. No es casual, por ello, esa tendencia alcohólica que llena cantinas. Pocos quieren beber para pasar un momento de júbilo familiar, fraterno de amistad, se trata de atascarse hasta que el cuerpo aguante. Vaciar la taberna y esperar pacientemente que cierren los negocios… Salir imbécil para manejar y retar a la suerte.

Puede decirse que la educación debe formar para superar esos condicionamientos que nos condenarían de otro modo a la bravuconería, a la beodez o a esa picardía que nos vuelve mañosos. Pero ni la institución escolar, ni las iglesias pueden hacer milagros frente a la universidad de la vida cuya influencia es casi insuperable.

Quizá el esfuerzo lo debemos hacer todos. En primer lugar, desacralizando a esos santos paganos, elevados a la gloria, en virtud de su ascenso económico inmediato, sin que la justicia los haya descubierto. Luego, tratando de presentar modelos de honestidad y buena conducta, mediante el ejemplo personal. Quizá insistiendo en el valor personal y social que puede ser la pauta para una sociedad distinta.

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