René Leiva

Sabido es que donde se reúnen dos o más personas, sea por lo que fuese y con la duración que fuera, de cualquier origen y calidad, florecen o se mustian, incéndianse o apáganse, se exhiben o se esconden, con infinidad de grados y matices, las múltiples manifestaciones de lo poco que se conoce y suele llamarse naturaleza o alma humana. Desde el prístino hogar hasta una guerra o un organismo internacional, pasando por cada metro cuadrado del planeta (Tierra). Todo, incluso el aposento íntimo (aunque no haya espejo), es escenismo, apariencia, disimulo, fingimiento, escalón de lo falso, actuación, empeño por emocionar y tener ascendiente, o empeño por casi invisibilizarse, por tratar de hacer creer (a otros) que no se es ni se está.

Y por su funcionamiento la Conservaduría General del Registro Civil tiene algo de viejo espectáculo en el que su razón de ser como tal es la repetición monótona del mismo guión por los mismos actores internos (los funcionarios) y externos (el educado público usuario), con imperceptibles variaciones que más bien revalidan y preservan la estructura teatral de todos los nombres. Así fue desde cuando no se tiene memoria hasta que a don José se le ocurrió ir en busca de una desconocida… y dejó huellas visibles sólo para ciertos ojos.

¿Cómo se explica el que un relato escrito de manera simplificada, sin asomo de retórica salival, sin hojarasca ornamental, sin poses ni citas eruditas, sin trampas ni puertas falsas argumentales o anecdóticas, sin adscripción explícita a una vanguardia siempre envejecida prematura…, cómo se entiende, entonces, que provoque en un lector – -aunque por cierto no en cualquier lector- -, suscite e incite en él todo lo que esa historia no narra o apenas alude, cuanto en ella se soslayó o se quiso cubrir con los párpados de la elemental omisión, en el entendido de que lo omitido ciertamente posee existencia, que el silencio conlleva elocuencia, que la más intensa ausencia tiene especial fulgor?

Con la incipiente o todavía a medias aventura de don José, a ciertos nuncas, a determinados jamases, a ningunas veces, tiempos u ocasiones, tan fundacionales, arraigados, conservados y respetados en la Conservaduría, les llegó su total o parcial fin; tal perturbación no del todo o solo en parte provocada por el recatado don José; más bien como inusitada reacción del inescrutable conservador, en especial al conceder al escribiente un adelanto de diez días de vacaciones para su total recuperación, tal propuesta-orden terminante ante vista y oídos del atónito resto del personal, por voz de uno de los subdirectores… Lo dicho: a pétreos y profundos nuncas y jamases les puede llegar su vez, su ocasión o conveniencia… Acaso iniciar su propia aventura… Porque el nunca antes no garantiza el nunca después.

La nunquidad (?), al fin categoría humana, por supuesto, no es para siempre, el nunca no exuda eternidad en tanto le llega el día o la oportunidad de ser y contradecirse a sí mismo, según cualquier breviario de filosofía barata, dicho sea entre paréntesis () imaginario. Nunca pertenece o se ubica (?) en el pasado, pues las posibilidades del futuro, lejano o cercano, son inabarcables e impredecibles, asegura el breviario.

(Contrario al narrador, al lector le está permitido desbarrar a su antojo en tanto no pretenda, por la misma naturaleza íntima de sus desatinos, convencer a nadie de nada, incluido él mismo. ¿Qué sintaxis y semántica intrínsecos guían al lector peatón en el tráfico de sus propias penumbras?)

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