Eduardo Blandón

Cuentan que las primeras experiencias televisivas de quienes por primera vez veían una película eran bastante cómicas. Los televidentes miraban trenes y balas sobre sus cabezas. Eso sucedía en una época en donde había aún espacio para el asombro y tenía sentido decir que la literatura era peligrosa y subversiva. No ahora en nuestros tiempos.

Hemos perdido la inocencia. Por ello, en un mundo desacralizado, instituciones históricas formadoras de opinión, la iglesia y la prensa, por ejemplo, han perdido terreno y se han vuelto inocuas. El nuevo hombre, el posmoderno sujeto del siglo XXI, ha arrebatado el fuego a los dioses y se muestra orondo frente a lo que juzga una era infantil y a la que no quiere volver.

Piensa, el pitecántropo de la era de la información, que ahora todo está permitido y se lanza con coraje ingenuo a frentes que juzga novedosos con deseos de conquista. El quijotesco troglodita abjura de los límites y como niño malcriado, confiando en las posibilidades de la razón, se deleita en lo prohibido y se revuelca sobre el fango.

No hay nada que temer, se dice a sí mismo. Pero sigue con pavor los acontecimientos mundiales a los que busca explicaciones fantásticas para aferrarse a algo y no sucumbir. Así, especula, confabula y teoriza fantasiosamente sobre lo que no puede resolver. Crea mitos, inventa leyendas y miedoso recurre a los hechiceros de nuestros tiempos, tira las cartas, lee los astros y busca claves en la palma de sus manos. En el fondo sigue siendo un niño asustado cuando cae la noche.

Mientras eso sucede, divertirse siempre ha sido la mejor opción. Por ello ha refinado las técnicas y creado nuevos artilugios. La idea es no pensar en ello y vivir el presente. Drogarnos y entretenernos a toda costa para que la muerte nos encuentre distraídos, ocupados y gozando la vida loca porque no hay “más allá”. A eso se ha reducido nuestra vida: comer, beber y pasarla bien.

Hemos progresado, nos decimos, somos superiores a los viejos espantados frente a una pantalla en blanco y negro. Superamos la verdad y somos conscientes de los relatos opresores del pasado. Además, vivimos en la humildad de sabernos solos, distanciados de ideologías e imposiciones de antaño. Eso sí, frágiles en un mundo generador de frustraciones, derrotados, sin saber qué hacer exactamente mañana.

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