Isabel Pinillos
ipinillos71@gmail.com
En los dorados tiempos del WhatsApp, por ratos regresa la nostalgia por aquél teléfono obsoleto de disco que los niños de hoy no saben cómo hacer funcionar. La tecnología de punta nos permite estar interconectados permanentemente. Es posible bloquear a personas no gratas y crear todos los grupos sociales que se nos ocurran. Para quienes tenemos seres queridos lejos, les seguimos la pista viendo sus videos, mensajes y fotos.
Si retrocediéramos unos treinta años, veríamos que el mundo era un poco menos complicado. Las citas las agendábamos con anticipación y evitábamos cambios de último momento. Se dejaba un margen de quince minutos para que la persona apareciera. El tiempo de espera generaba emocionante expectativa. Al llegar a la cita, conversábamos y contábamos únicamente con el lenguaje corporal para transmitir nuestros sentimientos. El resto del mundo podía esperar. Todavía recuerdo el prolongado “riiinnng” de aquel aparato que acortaba las distancias. ¡Era un gran invento! ¿Quién sería el que llamaba del otro lado de la línea? Si nos caía mal el interlocutor, debíamos ingeniarnos una manera cortés de cortarle. En cambio, llamar a la persona que nos gustaba causaba una ansiedad inexplicable: era posible que no estuviera en casa. Luego tocaba esperar interminables horas para escuchar la llamada de regreso.
Pero por otro lado, en los “inteligentes”, la omnisencia del WhatsApp tiende a robarnos un poco de vida. Me refiero especialmente a los odiosos grupos en donde además de recibir mensajes oportunos, estamos expuestos a un permanente bombardeo de información, desde felicitaciones de cumpleaños, hasta oraciones intercaladas con memes obscenos. Ni siquiera es necesario fingir alegría o tristeza; existen emojis especializados para cualquier emoción. Mantenerse actualizado con todas las notificaciones es una tarea de tiempo completo. Pero intentar salirse de uno de estos grupos equivale a un exilio social. Me sucedió en un grupo en donde se ocasionó una bola de nieve que afectó la moral de sus integrantes.
Soy creyente de abrazar las nuevas tecnologías y gozo de las bondades de esta gran herramienta, pero para quienes estamos enganchados en estas redes sociales, propongo el siguiente “Decálogo del WhatsApp”.
1. No escriba nada que no se atreva a decir en persona.
2. Economice sus mensajes escribiendo en un solo envío para evitar múltiples “plings” a los demás.
3. Si alguien hace una pregunta al grupo, y no le aplica a usted, ignórela. No es necesario leer cuarenta respuestas negativas después de “¿Alguien tiene una escalera que me preste?”
4. Si usted quiere comunicar algo sólo a un integrante del grupo, envíele un mensaje privado. Los demás no tenemos por qué enterarnos.
5. Si usted desea promover un grupo de oración o proselitista, hágalo de manera privada. No todos comparten sus creencias.
6. Para las madres, el WhatsApp no es una agenda para las tareas de sus hijos, deje que las haga él.
7. No exagere con las selfies, a menos a que su grupo se llame “Mi Selfie Favorita”.
8. Si no quiere provocar un hambre insaciable a los demás, no publique el delicioso manjar que está a punto de devorar.
9. Todo lo que usted publique en un grupo podrá ser usado en su contra en otro subgrupo con los mismos integrantes.
10. Lo más importante, una vez adentro, jamás debe salir. Pues ¡ay de aquel que con ciega locura, de un grupo de WhatsApp se pretenda marchar! Más vale que lo haga en horas de sueño, sin rastro dejar.
Pero si acaso sorprendido fuera, despreocúpese, la condena durará hasta que aparezca el próximo meme: su ofensa quedará en el olvido y usted podrá continuar con su vida en paz.