René Arturo Villegas Lara
Se me había quedado en el canasto del sastre o de la memoria, el recuerdo de los sastres, maestros importantes porque en ese tiempo no vendían pantalones de fábrica. A uno le compraban la telas donde los chinos, ya fuera una gabardina o una cabeza de perro de dos yardas y cuarta, y luego acudir al sastre para que tomara las medidas. Los sastres sufrían vergüenza cuando llevaban el extremo del metro amarillo a los hijares del “entresijo”, pues casi le tocaban a uno sus partes nobles, que si uno era un patojo mocoso, no había problema, pero si se trataba de un “hombre grande”, la cosa era de pensarlo. Así fue como empezaron a utilizar una regla como de una yarda y con eso no tenían que meter la mano donde no correspondía.
Cuando se acercaba el 15 de septiembre y los escueleros teníamos que vestir uniforme, aunque fuera sólo para ir a oír al secretario municipal leer el Acta de la Independencia, como todos los años, y luego cantar el Himno Nacional, que en verdad terminamos de aprenderlo ya cuando llegamos al sexto grado, porque lo sentíamos muy largo. Para esa fecha y para las fiestas de Navidad y la del 3 de mayo, los sastres no se alcanzaban cortando telas, pedaleando la máquina Singer, haciendo ojales, pegando botones y planchando para las entregas. “Son tres quetzales”, decía el maistro cuando entregaba el pantalón. En Chiquimulilla existieron buenos sastres: Lito Alemán que, además, era saxofonista y hacía dúo con un mi pariente saxofonista de apellido Centeno Villegas y fue a concluir sus día en la bella Xelajú. También existió don Pancho Grajeda, más conocido como don Pancho Peta, que cocía las prendas en un corredor que daba a la calle, cuando por allí sólo se transitaba a pie o a caballo; Leonel Segura, que también jugaba como defensa en el equipo de fútbol “Águilas Rojas”; Víctor León oriundo de Ixguatán, que trinaba muy bien la guitarra y le gustaba interpretar boleros de “Los Panchos”; Paquito Vásquez, un excelente alero en los equipos de fútbol y que recibía el aliento de su hincha, doña Amalia Grajeda, que no se perdía una sola jugada en el campo de Los Conacastes, para ver correr al tal Paquito; y el más antiguo de todos los sastres, don Daniel Orozco, de los viejos del pueblo que aconsejaba con sabiduría para luchar contra Estrada Cabrera, quien tenía su sastrería en una casa en alto y es el único personaje a quien escuché tocar la Cítara con mucha destrezas y habilidades. Todos esos sastres ya no existen más que en mis recuerdos, quienes además de hacernos la gracia de poder estrenar pantalones, también nos beneficiaban con los carrizos del hilo que utilizaban, pues nos los regalaban para construir capiruchos o tractorcitos de tracción, que despertaban nuestra inventiva y nuestra imaginación. Hoy los patojos, incluyendo los de “pueblo”, ya no construyen sus juguetes sencillos a base de “desperdicios”, pues les vienen de la China, del Japón o de Corea, con la tecnología de estos días que nunca pasó por nuestra imaginación.