Isabel Pinillos
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Había una vez un hombre visionario que soñaba con darle a los consumidores norteamericanos pollo en forma masiva, en piezas como nuggets, dedos de pollo y alitas tipo búfalo. Los tiempos de limpiar y cortar los pollos enteros, quedaron atrás. Las familias ya no tendrían que realizar esa desagradable faena. Para lograrlo, vio que sería necesario contratar a mucha gente. Así fue como el experto de la industria avícola, Tom Shelton, fundó Case Farms en 1986: un rastro masivo que actualmente procesa 2.9 millones de aves a la semana. Dentro de sus clientes importantes están Taco Bell, Popeyes y Kentucky Fried Chicken.
Los felices comensales de esta cadena de restaurantes de fast food posiblemente lo disfrutan sin importar cómo ha sido posible llevar la jugosa pechuga hasta su plato. Pero será mejor que no lo sepan. Porque el secreto detrás de este imperio de pollo se encuentra en el uso de trabajadores indocumentados –en su mayoría guatemaltecos– que se exponen a uno de los trabajos más peligrosos de la industria estadounidense, y quienes, bajo la amenaza de ser puestos a disposición del sistema migratorio, no reclaman mejores condiciones.
En un reportaje de ProPública se relata cómo a finales de los 80, los reclutadores de Case Farms buscaron mano de obra en la frontera sur, pero cuando éstos no aguantaron las condiciones inhumanas del trabajo, siguieron su búsqueda en Indiantown, Florida, en donde se encontraron con refugiados mayas que huían del conflicto en Guatemala. Allí comenzó una preferencia por esta mano de obra fuerte, que soportaba las peores condiciones sin quebrantarse. A diferencia de los mexicanos, éstos no regresaban a sus hogares a descansar, pues su estado de refugiados no se los permitía.
En cuanto el impacto psicológico que ofrece esta industria, el procesamiento de pollos se asemeja a una una película de terror que los operarios deben soportar a diario. La matanza de gallinas comienza con perseguirlas, degollarlas mientras están tranquilas, y el resto del proceso combina la tecnología de la maquinaria de punta con la destreza de los expertos destasadores, en un verdadero holocausto de sangre, plumas y hedor perenne.
Lo cierto es que las tres horas en las cuales las gallinas pasan de “cacarear a estar en una cubeta de medallones” ha venido a un costo muy caro para los empleados. Ganando entre 7 y 8 dólares la hora, sin las medidas de proteccion adecuadas, operan maquinaria altamenta peligrosa, la cual ha desmembrado no sólo partes de las aves, sino también partes vitales de los operarios. En los úlitmos veinticinco años, la oficina pública de Administración de Seguridad y Salud Ocupacional, ha penalizado a Case Farms por encima de todas las demás compañías avícolas.
Ciertamente aún los trabajadores indocumentados, incluyendo menores de edad, tienen derechos de acuerdo a leyes federales. Pero en la práctica, cuando éstos se han quejado o buscado sindicalizarse para denunciar maltrato, una llamada a ICE ha sido efectiva para disuadir cualquier desacato.
Es desconcertante que en el mapa en donde prolifera la industria avícola se encuentran la mayoría de simpatizantes de las políticas antimigratorias de esta administración, y que el amor del pueblo estadounidense por el pollo subsista de la explotación laboral de los inmigrantes indocumentados que el mismo sistema quiere expulsar. En esto, el presidente Trump –a quien le encanta la comida rápida– recientemente ha tuiteado cómo le entra a una enorme cubeta de pollo Kentucky. Esta historia de dolor hará posible que él junto con millones de conciudadanos puedan seguir disfrutando del pollo masivo, procesado y barato.