Eduardo Blandón

En las condiciones que vivimos no queda sino padecer de alguna enfermedad mental. Y así es como estamos, mal. Con la suerte que, como una indisposición silenciosa, ignorada por la mayoría, somos inconscientes. Hecho que no excluye el infortunio de quienes nos rodean, incapaces de comprender semejante caos interior.

Es que no se puede ser “normal” cuando vivimos con miedo a ser asaltados, al encerrarnos en casa con candados, reprimidos por leyes morales que nos impiden ser felices. Así, traumados por asaltos, nerviosos por llamadas telefónicas sospechosas y simios manejando buses, vivimos en un estado de parálisis existencial.

De ahí vienen esos sentimientos de ira que nos sobrepasan sin razón. El odio inexplicable hacia el prójimo, la pasión absurda que llamamos amor hacia la pareja violenta, agresora y ofensiva. Es el origen de esa religiosidad infantil en la que nos aferramos a un dios hecho a la medida de nuestros deseos, miedos y perversiones.

La locura también nos vuelve frágiles. Lloramos y peleamos casi por cualquier cosa, por la pérdida de un equipo de fútbol español o por una pasión (inútil) vivida “in extremis” con un sujeto virtual de la India, Singapur o las Islas Fiji. Pasamos por ridículos cuando entretenidos subimos fotos en las redes sociales, con ropa, sin ella, con un plato de comida o indicando el lugar en que estamos.

Es cierto que podemos sentirnos venturosos al no ser los únicos oligofrénicos del planeta. Trump, Kim Jong-un y Bashar al-Ásad, por ejemplo, también tienen severos problemas mentales. Pero eso no nos exime de buscar ayuda y reconocer nuestro estado demencial. Comprender que nuestra alteración no solo nos afecta y destruye, sino que como cáncer, corroe las relaciones y hace infelices a los otros. Empecemos a hacer algo por mejorar.

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