María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

En los últimos días, se ha vuelto a levantar el debate acerca de la importancia o irrelevancia de las protestas y manifestaciones que frecuentemente se llevan a cabo en este país. La discusión siempre gira alrededor de dos bandos: los que defienden el derecho a manifestar y los que defienden el derecho a la libre locomoción.

Mi reflexión fue por una vía un tanto distinta. Si bien, no es un secreto que mi ideología tiende más hacia la derecha y por lo tanto considero una atrocidad que algunas de las vertientes de estas manifestaciones se tornen en bloqueos, aunque sea breves, para la dinámica económica, no dejo de ver el derecho a protestar como un sano derecho democrático si es ejercido bajo ciertos lineamientos.

Me parece que el punto relevante en este tema no es su defensa o condena sino hacer una valoración justa de sus efectos. Con ello me refiero a qué tanto se alcanzan las demandas a través de salir a las calles con consignas y pancartas. A mi criterio, poco o nada. Pero no creo que sea necesariamente que las manifestaciones estén condenadas al fracaso, sino que la forma en que se llevan a cabo en Guatemala hace que la relevancia que podrían tener se minimice o anule.

De lo que están seguros, la mayoría de veces, quienes se han unido en este tipo de prácticas, es de la agenda que tienen sus organizaciones y de las peticiones que tienen en determinada coyuntura, pero pocas veces he observado que se tenga una propuesta realizable, pues quiméricas se reproducen en cada ocasión, y una hoja de ruta clara, tanto para ellos como para los tomadores de decisiones, para concretar algunas de las demandas que frecuentemente no son cosa sencilla de resolver.

Muchos argumentarán que las manifestaciones si surten un efecto transformador dentro de la sociedad, quienes lo hacen, frecuentemente lo ejemplifican con el caso de los movimientos de 2015 que exigían la renuncia de los entonces vicepresidente y presidente. En ese caso se replicó el mismo fenómeno. Aunque se afirma que gracias a estos se logró la renuncia hubo intereses pesados que fueron más importantes que el clamor popular, pero suponiendo que dicha afirmación fuera certera, podríamos preguntarnos en la actualidad ¿Qué ha cambiado? quizá se ha avanzado en algunos temas de justicia, lo cual no puede adjudicarse a los manifestantes, pero la situación en el país sigue siendo prácticamente la misma. Lo que hubo fue un movimiento precipitado carente de propuestas y estrategias que pudieran eventualmente haberse consensuado para trazar un rumbo distinto. Se virtió el vino nuevo en las odres viejas, por lo que este se echó a perder y el resultado que se dio fue exactamente el mismo. Ahora ya se habla de nuevos movimientos que quieren exigir la renuncia de las autoridades actuales y yo me pregunto si lo que se quiere es dejar nuestro destino en las manos de un juego de azar antidemocrático y digno de burla.

Por otro lado, y como lo he manifestado en más de una ocasión, creo que un factor que le resta seriedad y credibilidad a esta práctica es la poca responsabilidad con la que se ejerce. Las manifestaciones dejan rastros de toda índole, basura en el suelo, orines por las calles, mujeres acosadas y jugosas ganancias para las tiendas y cervecerías que rodean las áreas en las que se llevan a cabo. Esto lo he visto con mis propios ojos y me hace convencerme cada vez más que se carece de autoridad moral para realizar cualquier tipo de petición.

No pretendo en estas breves líneas hacer una acusación a quienes manifiestan esporádica o regularmente, únicamente hacer un llamado a replantear bajo qué líneas se llevan a cabo. Ejercer ese derecho es importante para formar ciudadanía, pero también lo es el respeto a los derechos de los demás, que en ocasiones se ven negados por las manifestaciones. Exigir es fácil, pero no soluciona nada. Proponer, actuar y luego manifestar es la única fórmula que podría asegurar su éxito.

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