Pedro Pablo Marroquín Pérez
pmarroquin@lahora.com.gt
@ppmp82

La gente en Venezuela, cansada de la situación, ha decidido de forma enérgica tomar las calles para reivindicar derechos que consideran les han sido violados por el patético gobierno de Nicolás Maduro, quien va por una concentración peligrosa de poder al convocar a una Asamblea Nacional Constituyente con el afán de «liquidar a sus adversarios», según reporta el diario El País de España; tales manifestantes se muestran enérgicos y dispuestos a entregar la vida si es necesario, porque estiman que no tienen otro camino.

Hay muchos guatemaltecos que en sus perfiles de redes sociales replican, comentan y alaban la actitud del pueblo venezolano que ha decido tomar las calles como una muestra de su repudio y rechazo total a las acciones que, a su juicio, «minarán su futuro por el resto de la vida».

Esas manifestaciones, que ya se han cobrado algunas víctimas mortales, no se realizan en sábados ni en lugares en los que no afectan la libre locomoción de las personas, sino se hacen de forma masiva en el pleno corazón de Caracas y otras ciudades. Lastimosamente, las calles se han vuelto un campo de batalla. Yo creo que la gente en Venezuela tiene razón porque nunca hay que doblegarse ante el autoritarismo.

Pero la pregunta que yo me hago es ¿por qué esas manifestaciones se aplauden, pero las que aquí hacen algunas personas que también sienten que su futuro está en juego y en pleno riesgo, son criticadas bajo el argumento de que afectan la libre locomoción? ¿Tendrá algo que ver que en Venezuela las protestas son lideradas por las élites que no han logrado deshacerse de los gobiernos de Chávez y Maduro y aquí generalmente son realizadas por las clases menos dominantes que sirven para adornar el paisaje?

Cuando se come los tres tiempos, cuando se tienen oportunidades y cuando se tiene el acceso o las influencias para poder resolver las carencias, es muy fácil criticar las manifestaciones que en la gran mayoría de casos son una medida desesperada que busca atraer un poco de atención para resolver problemas que marcan la vida.

Pedir maestros o la rendición de cuentas no solo es un derecho sino es edificante en un país donde 2.5 millones de jóvenes que no pudieron estudiar en el 2016 (solo Dios sabe que hacen ahora) y en donde la palabra rendición resulta una «grosería» porque aquí todos somos honorables simple y sencillamente «porque sí».

Claro, hay manifestaciones de manifestaciones y da cólera ver a los cínicos líderes de los sindicatos del Estado con Joviel Acevedo a la cabeza, quienes han desvirtuado el sindicalismo para convertirlo en una herramienta de presión que no remunera el trabajo bien hecho y que ha logrado pactar con gobiernos corruptos, prebendas especiales a cambio de ser un brazo de choque social y político.

También hay manifestaciones en favor de inversiones privadas y creo que todo eso es parte de la actividad social, pero la gran pregunta que siempre nos debemos hacer es ¿en qué hemos fallado como sociedad para que unos jóvenes menores de 18 años tengan que salir a las calles a pedir dos cosas vitales en la vida: educación y rendición de cuentas? ¿En qué ha fallado nuestro sistema que mantiene ahí, sólidas, causas estructurales que activan la protesta?

Más que criticar la protesta nos debemos ver para adentro y entonar el «mea culpa» porque si fuéramos una sociedad más igualada, quizá no deberíamos de soportar protestas y bloqueos de forma tan recurrente.

Ir los sábados a la Plaza no logró nada más que Otto Pérez y Roxana Baldetti pararan en la cárcel, pero los vicios del sistema siguen ahí, latentes, sólidos y perpetuándose poco a poco. Quizá nos conviene tapar un día entre semana la novena avenida para que el Congreso entienda que sí queremos cambios y ojalá, si llega el día, puedan estar pobres y ricos, ladinos e indígenas, derechistas e izquierdistas presentes y así quede claro que aquí no es la protesta lo que nos cae mal, sino que la hagan las clases menos dominantes.

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