Luis Fernández Molina

Mucho se habla de la necesidad de generar empleos; de ocupar a los jóvenes que debutan en el mercado; de motivar las iniciativas positivas y con ello combatir la delincuencia; de elevar la productividad nacional; de superar la fuerte competencia con países vecinos y países lejanos; de consolidar la armonía en la sociedad. Seminarios van y seminarios vienen; convenciones, talleres, cursos, etcétera. Bien por todas esas inquietudes e iniciativas, sin embargo, es claro que soslayan el aspecto principal de la producción cuanto es la relación entre aquellos que administran las actividades y los que ejecutan los trabajos: entre patronos y trabajadores. Parece tema tabú que mejor es obviarlo cuando son las verdaderas turbinas que generan toda la energía, el corazón del reactor nuclear que mueve toda nuestra economía. En el intercambio obrero-patronal necesitamos unas reglas de juego claras, confiables, esto es «certeza jurídica». Sin ella no esperemos muchas inversiones, habrán solamente las básicas y en condiciones laborales muy bajas.

La reciente reforma al Código de Trabajo es una muestra de la displicencia que han merecido las leyes laborales. Se hicieron tales modificaciones no tanto por iniciativa nacional como por presión de factores externos: tratados comerciales y la OIT. Muchos «expertos» revisaron el texto final; es claro que los asesores son necesarios, pero son pocos los que sí entienden, lo demás son relleno y moneda de transacciones políticas. Meros acomodos de complacencia. ¿Para qué tanto diputado conocedor de leyes y del entorno? ¿Para qué tanto asesor del Congreso? ¿Para qué tanto consultor de entidades de apoyo? El decreto 7-2017 es una ley que parece redactada por Mario Moreno, bajo contrato 029. Es cantinflesca, literalmente hablando.

El Código de Trabajo se emitió en 1947 -presidencia Arévalo–, es hijo natural y predilecto de la Revolución de Octubre. Los sotaventos apuntaban hacia el poniente, esto es hacia la izquierda; prevalecían las ideas sociales que a principios del siglo surgieron con la caída del Zar en la lejana Rusia. Ese fue el caldo de cultivo donde emergió nuestra primera normativa laboral consistente. Luego apareció Árbenz virando más hacia la izquierda y la siguiente escena fue la Liberación de retorno a la derecha. Pasadas esas turbulencias se asentó, en un supuesto centro, el gobierno de Idígoras y en 1961 se reestructuró el Código. Desde entonces solo ha habido modificaciones parciales. Solo parches.

Como resultado tenemos un Código obsoleto, impráctico, parchado, confuso. No ha habido reformas estructurales por parte del Congreso. Curiosamente quien sí ha «legislado» sobre dicho Código ha sido la Corte de Constitucionalidad siendo que para resolver muchos pasajes oscuros -que abundan- se acude a la «interpretación constitucional», a la jurisprudencia de dicha Corte. La función de todo tribunal constitucional es de legislador negativo, esto es que veta una ley inconstitucional, pero aquí tenemos que hacer de legislador positivo. Se le otorga carta blanca, amplísima a este alto Tribunal, cuyas resoluciones -que son definitivas- se toman con base en criterios que depende de la formación y criterio de los señores magistrados de turno.

Nuestro Código de Trabajo sirve, para unos, como palanca para cometer abusos y, para otros, como herramienta de revancha. En todo caso genera una situación tensa, poco amistosa dentro del centro de trabajo. Parece más un reglamento de oficina o manual para operarios por día; en ambos casos parece ambientada de los años 60 del siglo pasado. Independientemente de los innumerables yerros que contiene, es un ancla que limita los avances para la producción en Guatemala.
(Continuará)

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