Eduardo Blandón
Para algunos, el regreso de los días de descanso puede resultar un alivio. Luego de días sin saber qué hacer, abrumado por la encerrona familiar o los compromisos obligados en trabajos considerados quizá inútiles, volver significa retomar los días de libertad y auténtica emancipación. Así de plana resulta la vida en pleno siglo XXI.
El trabajo nos ha vuelto bestias, o a lo mejor ya lo éramos, cuando nos desenganchamos de la deprimente actividad cerebral para entregarnos con comodidad a la industria regulada por horarios laborales. Entregar nuestra libertad es un reflejo no solo de una limitada capacidad intelectual, sino una capitulación anímica de esperanza, digna de lástima, por supuesto.
Queda claro que el homo faber cibernético ha encarnado con maravilla las virtudes proclamadas por la cultura de nuestros tiempos. Lejos del sabio de la antigüedad para quien el ocio abría espacios para la construcción de un espíritu exquisito, diferente, versátil. Un alma que, aunque valoraba el trabajo manual, estimaba más obtener el brillo de sí mismo para satisfacción propia y ajena.
Así, vivimos días de tinieblas. En medio de almas volubles y distraídas, entregadas al trabajo esclavizante. Sujetos sin horizontes. Felices, jugando a ser eficientes para obtener galardones en salones de fama marchita. Alienados. Embriagados por el sedante producido por las redes sociales y los juegos digitales adquiridos para los smartphones.
En ese contexto, volver al trabajo es el regalo salvífico del Salvador resucitado. Sin apenas enterarnos que la vida transcurre y se nos va de las manos. Ausentes. Incapacitados por reconocer el valor de las cosas y asirlo para nuestro provecho. Un cambio de enfoque no nos caería mal, enterarnos que debemos ir más allá de nuestra vida rutinaria para alcanzar mejores frutos.