Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Los partidos políticos regulados en nuestra Constitución y la ley específica son entidades de derecho público que tienen la finalidad de promover la participación ciudadana en la vida democrática sobre la base unificadora de ideologías, valores, principios y objetivos comunes. Por mandato legal tienen el monopolio de la postulación para los cargos de la alta representación del pueblo y ese privilegio les hace también sujetos de obligaciones para transparentar el manejo de sus recursos y en la toma de decisiones que, idealmente, tienen que producirse en el marco de la democracia interna donde los afiliados son quienes marcan el rumbo partidario y deciden quiénes han de ser sus representantes en las distintas elecciones.

Nada de todo eso ocurre en ninguno, léase muy bien, en ninguno de los partidos políticos de Guatemala. No es únicamente el tema socorrido de la volatilidad que se manifiesta con la poca duración que tiene la vida de cada una de las agrupaciones que han figurado en nuestro escenario, ni de la ausencia de verdaderas ideologías que constituyan el elemento de cohesión a lo interno de las organizaciones partidarias. El vicio va mucho más allá, porque aquí lo que tenemos son bandas mafiosas que se estructuran con las facilidades que ofrece la Ley Electoral y de Partidos Políticos para constituir con mínimos de afiliados (cuando en realidad estos existen) los partidos que luego tienen el derecho de convertirse en postuladores de candidatos a Presidente, Vicepresidente, diputados y miembros de corporaciones municipales.

A falta de estructura y verdadera organización, no digamos de principios y valores, todo el trabajo partidario se resume en los gastos multimillonarios en propaganda electoral para difundir mensajes que atrapen a un electorado que no profundiza en la calidad de la oferta y que vota por canciones, cachuchas y camisetas, además de la saturación publicitaria que embrutece a la opinión pública.

Entonces, para financiar la propaganda que sustituye al ya olvidado activismo que por mística hacían militantes de viejos partidos políticos, se necesitan chorros inmensos de dinero y eso convirtió a los partidos políticos en la banda mafiosa que ahora vemos a diestra y siniestra. Porque su único objetivo es conseguir dinero para hacer propaganda y para ello le venden el alma al diablo, es decir a los financistas, que saben cómo pueden asegurar privilegios enormes en el saqueo permanente del Estado en que se convirtió hace mucho tiempo la administración pública puesta totalmente, cien por ciento, al servicio de la corrupción.

Los partidos políticos, en nuestro modelo legal, son elementos indispensables para el ejercicio democrático y la participación ciudadana, pero Guatemala no tiene ni un solo partido político. Tenemos bandas más o menos grandes de mafiosos que, de acuerdo a su tamaño, se convierten en los grandes operadores de la corrupción. Todos saben que su oportunidad de hacer pisto es por poco tiempo porque los políticos se renuevan cada cuatro años, mientras sus socios de la corrupción, los eternos financistas, permanecen siempre.

Por ello es que sostengo que no tenemos democracia, no tenemos institucionalidad y se ha traicionado el orden constitucional de manera perversa, porque el Estado fue puesto al servicio de los pícaros.

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