Eduardo Blandón

Revisa su foto de 1991 y no se reconoce, percibe el castigo del tiempo y su miseria. Repara en que ya no está en condiciones de subir fotos a las redes sociales aunque, eventualmente alguna cruel amistad, creyendo quedar bien, las comparte, dejando en evidencia la decadencia de los años.

Se detiene en el espejo, trata de encontrar ese rostro juvenil que, inmaduro, le daba un frescor por desgracia desaparecido. De pronto se vuelve testigo de una edad jamás avizorada: canas, arrugas, manchas… cansancio generalizado, fatiga incomprensible. Igual, se consuela, hay colegas en peores condiciones.

Su súbita inclinación filosófica, sin embargo, no da tregua. Piensa en que no solo la piel se ha marchitado, sino también las ilusiones. Ahora es consciente que ha capitulado en varias fantasías juveniles: no sueña más en conquistas sentimentales, profesiones, viajes ni compra de carros. Se dice a sí mismo que se ha vuelto realista, aspira a lo suyo, dormir ocho horas al día, no atorar las tarjetas de crédito y mantener su maltrecho matrimonio. Nunca más siente el deseo de ser superhéroe.

Con cincuenta años es ahora un hombre práctico. Si no le apetece un libro, lo tira y puede salir del cine, si la cosa va mal. Ya no sufre, se dice, por amores fallidos. Sabe que su corazón no da para más y no quiere exponerlo a nuevos fracasos: suficiente los tormentos causados en relaciones accidentadas. Medita. Piensa. Y reconoce que, en realidad, el problemático casi siempre fue usted.

Mientras reflexiona en lo anterior, recuerda sus trofeos: Claudia, Silvia, Rosa y un etcétera poco abultado porque nunca fue un gigoló. Ni su físico, simpatía, ni fortuna económica, daban para tanto. Más bien casi siempre fue pasivo, y más que conquistador fue frecuentemente conquistado. Colonizado por féminas que aburridas, animadas casi siempre por circunstancias y estímulos externos, se animaron a mostrar sus sentimientos.

Cansado de ver su pasado, atisba el futuro. Se siente espantado por lo que parece ser una larga vida. Sin seguro médico, apoyo estatal, jubilación… nada. Solo un par de gamberros que pronto se casarán y, si tiene suerte, abandonarán el nido. Expuesto al destino. Abandonado a la suerte con la compañera de los días. Pidiendo íntimamente, en lo secreto de su corazón, una dulce muerte, rápida, inmediata, sin apenas sufrir la miseria de la vejez en nuestra sociedad.

Artículo anteriorIndolencia
Artículo siguiente“Con capucha o sin capucha…”