René Leiva
(La vorágine social, política, económica, jurídica… Un agujero negro que emite y traga frenética sucesión de acontecimientos en abigarrado vórtice. La conciencia y el juicio se quedan, sin remedio, en la superficie. Imposible ahondar, respirar en lo profundo de ese abismo pútrido. Vorágine inhumana, vorágine infrabestial. Sin morir, el alma agoniza cohibida, pero nunca replegada, inserta en la realidad, en la mal/bendita vida. – -Y en las madrugadas, ajá, lejanos estallidos de cuetes que no faltan ni fallan- -.)
*****
A don José sólo el amor (unipersonal, unilateral, uninominal) podía rescatarlo, redimirlo, hacerlo subvertir la presión del poder, la opresión del orden instituido, la tiranía de la rutina, y sólo podía ser una mujer, una desconocida perdida en el laberinto de los nombres, las palabras, los datos abstractos, y sólo su absurda decisión reactiva de buscarla en el pasado podía concretar una aventura de pasos insensatos pero inéditos y singulares… hacia ninguna parte. Aunque corto y angosto, cómo crece el camino en sus bifurcaciones, detenciones y desandares cuando se va al encuentro de nadie, nada.
Abandona don José la comodidad de la resignación y sale a dar un accidentado paseo de pocos días por un pasado, ajeno también, hecho de referencias, de palabras, otros nombres.
Hasta entonces don José, por su temperamento plácido, su soledad, su oficio de escribiente, nada más había conocido de la sociedad (humana) sus ecos y reflejos, el lenguaje oral y sobre todo escrito, sueños y fantasías colectivos… ningún desafío, ninguna pugna.
Ya al día siguiente de la noche del asalto, en el archivo de la escuela, donde no encuentra la ficha de la mujer desconocida cuando niña, sosegado pero incitada la imaginación, don José descubre una discreta puerta que no tiene por qué esconder al dragón de la socorrida fábula simplista, pero sí encierra una especie de agujero negro de lo más telúrico que absorbe a don José y a la pobre luz de su linterna, y que tiene una escalera de caracol, sin pasamanos para el vértigo, que conduce a otras sombras igual de densas.
Otra vez, en ese encontrado escalón de su desatinada aventura, don José vuelve a ser un animal rastrero que por pasar de la luz a la oscuridad y de ésta a otra luz, arrastra con su lastimado cuerpo un residuo de esperanza ignorante de qué espera; qué hará con lo que encuentre si es que lo encuentra.
Posee este improvisado y remiso aventurero, por sus años en la Conservaduría General, experiencia y destreza para ir de la claridad a la sombra, pasar de los nombres de los vivos a los nombres de los muertos, y entonces no es caprichoso que descubra inquietantes coincidencias entre el Registro Civil y los archivos olvidados en un desván o tapanco de la escuela, el polvo, las telarañas, el silencio empozado, una bombilla que pende del bajo techo, igual a la que otorga siniestra majestad a la cabeza del conservador.
Golpeado y raspado, lleno de polvo, la ropa rasgada y sucia, irreconocible en su apariencia civil, en las alturas de un cuarto oscuro y polvoriento, ante una mal iluminada serie de antiguas fichas escolares, don José tiene ánimos para razonar, emplear la lógica, calcular posibilidades y probabilidades, cuanto le ayude, allí, en su personal epopeya.