Adolfo Mazariegos

Hace un par de años escribí, en este mismo espacio, una columna en la que hablaba de las cosas que muchas veces vemos y aceptamos como normales (aunque en el fondo sepamos que no lo son). Hablaba también de cómo esa “normalidad” va a depender del parámetro de comparación que utilicemos para dilucidar el asunto, ya que lo normal para unos, puede no serlo para otros. Hoy, recordando ese breve escrito de tiempo atrás, caigo en la cuenta de que esa percepción de “normalidad” a la que entonces me refería, sigue estando presente en nuestro día a día, algo que es así y así debe seguir siendo porque no nos queda de otra, o porque ya estamos acostumbrados. Y en ese proceso, no nos detenemos a pensar en el daño tremendo que le hacemos a nuestra sociedad y a nosotros mismos, porque tarde o temprano nos alcanzará en virtud de que no podemos ser ajenos a lo que acontece a nuestro alrededor, aunque desviemos la mirada hacia otro lado, aunque queramos hacernos la ilusión de que las cosas no son así. En ese sentido, traigo a colación una breve charla que sostuve hace pocos días con un viejo amigo de universidad, quien me dijo lamentar vivir en el Estado fallido en el que se ha convertido Guatemala. Yo le respondí (negándome a aceptar dicho calificativo, quizá por una cuestión puramente sentimental) que para aseverar que un Estado es fallido, deben concurrir una serie de elementos que le hagan ser considerado como tal, y que abarcan tanto cuestiones sociales como políticas y económicas… “Sin embargo”, replicó, “hay situaciones que resultan evidentes y que fácilmente podrían constituirse en esos elementos que son sintomáticos de los Estados fallidos”. Y empezó a exponerme sus argumentos y a recitarme una larga lista en la que me habló del aumento innegable de guardias de seguridad privada en las calles, centros comerciales, autobuses y hasta tiendas de barrio, por la incapacidad de las instituciones del Estado de brindar seguridad; mencionó al grupo de diputados al Congreso de la República aprovechando el desvío de la atención pública hacia otros asuntos, para hacer micos y pericos en el Legislativo, lamentó el hecho innegable de que Guatemala siga siendo uno de los países latinoamericanos que menos invierten en educación y bienestar infanto-juvenil; y se quejó (entre otras cosas) del hecho de que una persona de la tercera edad (que ya recontrapagó sus medicinas a través de años y años de aportación al seguro social) tenga que padecer largas esperas, incomodidades y hasta humillaciones para recibir unas cuantas pastillas y una nueva cita para dentro de muchos meses […] Dijo muchas cosas más, pero me negué a interrumpirlo y debatir aquellas verdades a las que pareciera que nos hemos ido acostumbrado como si de algo “normal” se tratara. “Si eso no es vivir en un Estado fallido…”, concluyó. Y se despidió, sonriendo, y con esperanzas, a pesar de todo.

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