Raúl Molina

Hay señales de que algunos de los “poderosos”, sean nacionales o extranjeros, están interesados en que la guerra encubierta contra sectores marginados de nuestra juventud se haga más abierta y generalizada: una verdadera guerra en la cual las fuerzas armadas sean llamadas a actuar y militaricen nuevamente el país, como se hizo durante el conflicto armado interno. Cuando nos encontramos todavía impactados por la tragedia del Hogar Virgen de la Asunción y buscamos explicación a la creciente ola de violencia criminal, ha surgido violencia en un correccional de menores y se han producido ataques contra agentes de la PNC, causándoles la muerte a varios de ellos. Y todo se da en medio de la pérdida de inmunidad del diputado del FCN-Nación Edgar Ovalle. La ciudadanía ha aprendido que estos fenómenos no son casuales; un articulista sugiere relaciones entre el crimen organizado y las pandillas juveniles. Es posible imaginar esa relación, aunque no en condición de iguales. No se trata de que exista una asociación que justifique la “declaración de guerra” que algunas personas empiezan a sugerir, en forma similar a como el gobierno de El Salvador, equivocadamente, ha enfrentado el problema. Es evidente que en el mar de marginalidad en que forzadamente vive un amplio sector de nuestra juventud, los poderosos, económicos o políticos, encuentran la “mano de obra barata” para ejecutar sus crímenes. También es fácil imaginar que algunos jóvenes, cuya apreciación de su expectativa de vida no sobrepasa los 25 años, quieran hacerse de dinero fácil ofrecido por capos de las mafias locales o agentes extranjeros (que han utilizado la práctica de reclutar operativos entre la gente sin futuro). Son personas individuales que aceptan convertirse en instrumentos de intereses inconfesables, aunque con frecuencia en vez de dinero fácil encuentran la muerte pronta, por “saber demasiado”. Resulta impensable que estos jóvenes puedan darse cuenta de que serán luego descartados; pero muchos de ellos terminan siendo parte de las 17 víctimas diarias de la violencia criminal.

Fomentar la criminalización, real o aparente, que lleve a una nueva “guerra interna”, ahora contra las pandillas juveniles, interesa a quienes nos impusieron la Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica, cuyo objetivo esencial, según los enviados del Norte, es usar la represión para combatir el narcotráfico, detener la violencia que azota la subregión y parar la inmigración a Estados Unidos. Producir desarrollo aparece en la Alianza como un objetivo secundario, sin mecanismos para lograrlo. La fórmula no es nueva: con dolor leíamos que la aplicación del Plan Mérida, aplicado en México, ha lanzado a ese país en una vorágine de muerte, de la cual no han podido escapar más de 2 mil niños y niñas. Los zares antidrogas y antiinmigrantes de Estados Unidos llaman a estos, niñez perdida “daño colateral” de la guerra interna, al igual que los cientos de jóvenes que están siendo diezmados en El Salvador. Estoy convencido de que el crimen y la violencia se pueden combatir con inteligencia, sin recurrir a convertir a Guatemala en nuevo campo de batallas.

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