Luis Fernández Molina
Las nuevas generaciones se han ido desconectando de esa energía universal que se manifiesta en todo el orden sideral. Este alejamiento, del que todos participamos, empezó desde que se desarrolló la luz artificial a gran escala. La noche perdió su espacio y su misterio. La frontera entre día y la noche se fue deslizando hasta desvanecerse. La tecnología concentró en máquinas ingeniosas el conocimiento general y ya no era menester observar por donde sale el sol ni en qué cuarto está la luna; ni ubicar a Orión, Casiopea, Can mayor, la Osa menor o la estrella Polar. Con tanta luz en las ciudades es raro que contemplemos el firmamento y, además, ¿Pará que observarlas en el cielo si las podemos ver en la pantalla del ordenador?
Insignificantes o grandiosos, somos parte de ese mecanismo cósmico, debemos mantener la conciencia de nuestra pertenencia. Después de todo nos movemos a través del universo en una gran esfera de piedra que gira, con inclinación de 23 grados, alrededor del sol siguiendo una parábola y en un rincón perdido de nuestra galaxia. En este contexto hay cuatro días veintiuno de mes que son como los cuatro puntos cardinales de ese recorrido anual, son como cuatro indicadores del reloj cósmico. Son los días 21 correspondientes a los meses de junio, septiembre, diciembre y marzo.
El 21 de junio y el 21 de diciembre son opuestos en espejo; el primero marca el día más largo y la noche más corta (hemisferio norte); por el contrario, el 21 de diciembre es el día más corto y la noche más extensa, también los días más fríos. Estos dos puntos son los extremos, las «curvas» o esquinas de la elipse que traza la vuelta el recorrido anual de la tierra. Todas las civilizaciones se percataron, por mera observación, que cada día oscurecía más temprano hasta que a las cuatro de la tarde, por ejemplo, ya estaba oscuro y amanecía hasta las nueve de la mañana; de seguir esa tendencia habría un momento en que todo sería tinieblas, pero no había «un tope» en que la luz se empezaba a recuperar hasta llegar a días en que el sol alumbraba a las nueve de la noche, y había luz a las cuatro de la mañana. El efecto era más evidente conforme las latitudes fueran más al norte (o al sur); por eso no es tan perceptible en Guatemala.
El 21 de marzo y el 21 de septiembre son los momentos intermedios entre esos dos extremos y el período de luz es igual a la noche, doce horas cada uno -equinoccio. Es precisamente en ese punto en que nos encontramos y vamos camino hacia el extremo de la luz. Por eso queda atrás el frío, la nieve, el letargo y empieza la luz, el calor, la vida.
Se marca, asimismo, el inicio de una nueva temporada, una nueva oportunidad. Por eso se escucha el canto universal a la primavera, al abrir de las flores, al perfume de las flores, la fertilidad de los animales y verdor de los campos. No podríamos vivir sin una primavera en las montañas y praderas, pero tampoco podríamos vivir sin una primavera en el corazón. En el calendario litúrgico la Semana Santa corresponde a la primera luna llena a partir de hoy.
Otra razón especial de este día, que habrá de permitirme el amable lector, es hoy el cumpleaños de mi señora madre que Dios le ha permitido vivir ya 91 años. Feliz cumpleaños mama.