Juan José Narciso Chúa
La tragedia del “Hogar Seguro Virgen de la Asunción”, fuera de las consideraciones propias de las causas del incendio y de todas las condiciones que ocurrieron durante el período entre la fuga, la recaptura y el encierro de las jóvenes y niñas que murieron, representa el manifiesto total de un Estado que abandonó uno de sus principios fundamentales como lo establece la Constitución Política en relación a cautelar por el bien común o bienestar de sus ciudadanos.
Los ciudadanos somos todos, todos somos seres humanos y ciudadanos y ajenamente a la situación en que se encuentren –privados o no de libertad– o bien confinados a un centro de atención para menores como supuestamente es el centro en donde ocurrió la tragedia, todos tenemos derechos y dentro de esos derechos el más noble y profundo es el derecho a la vida.
Lamentablemente, desde hace varios años, el Estado se desdibujó, se perdió, se extravió y perdió su razón de ser –de constituir el centro que provee el bien común a todos sus ciudadanos–, para convertirse en la arena en donde convergen los más espurios intereses, en donde concurren los más oscuros funcionarios y en donde se transan los más innobles negocios ilícitos.
No podemos únicamente actuar con indolencia como lo hizo el propio Presidente de la República, no podemos darle la espalda a todas esas familias que hoy todavía lloran la muerte espantosa de sus hijas o hermanas, no podemos seguir en la senda de que una tragedia más en el país, representa una mancha más a nuestra ya precaria condición social, a la cada vez más abyecta postura de achacarle culpas a otros, sin asumir responsabilidades. No es una cuestión de que los padres abandonaron a sus hijos, tal como se menciona con una simpleza en las redes sociales; ni tampoco que es una falencia del Estado, pero sin asumir la más mínima culpa de una falla insostenible de las instituciones del Gobierno.
No podemos continuar como sociedad haciéndonos los ciegos, sordos y mudos ante una infame tragedia que enluta no solo a las familias afectadas, sino debe representar un punto de quiebre como sociedad para condolernos del hecho, pero más allá de ello reconstruir todo nuestro tejido social para recuperar la dignidad de nosotros como pueblo como ciudadanos y exigir solvencia, exigir prestancia, exigir transparencia y exigir aún más responsabilidad al Estado, a sus funcionarios e instituciones.
Debemos reconocer que la destrucción y erosión del Estado ha continuado su marcha permanente, con lo cual las instituciones no son más que un conjunto de personas que cumplen con un mandato, pero se acabó el hecho de saberse comprometidas que cumplen un rol esencial en nuestra sociedad y que derivado de ello producirán cambios o transformaciones profundas en determinadas problemáticas que nos aquejan, pero hoy no es así.
Se ha destruido al Estado y sus instituciones, no solo con deslegitimarlo y convertirlo en el sujeto social que no cumple, pero se ha dañado aún más su esencia cuando se niegan las élites a convertirlo en un ente fuerte, no grande, en una institucionalidad sólida, no burocrática; se ha convertido al Estado en un actor clientelar –que responde a intereses económicos no sociales–; en una arquitectura institucional porosa –invadida por ilícitos de todo tipo: crimen organizado, corrupción, narcotráfico– y se ha convertido en una fuente permanente de generación de nuevos ricos.
La estructura del Estado ha sido destruida desde sus cimientos, cuando cada régimen de gobierno se encarga de colocar a personas que no son funcionarios de Estado, sino son ejes o nodos de una cadena que se encarga de movilizar negocios, amañar contratos o facilitar contactos con auténticas mafias, con lo cual se ha dejado a las instituciones desprovistas de aquellos funcionarios compenetrados de su papel de cumplir a la ciudadanía.
Lo que sigue saliendo a luz, no es más que pavoroso, no hace más que seguirse condoliendo de la destrucción que hoy mostró su rostro más indignante, porque se les truncó el porvenir a personas que tenían un futuro. La actitud de nuestro gobernante es patética y muestra su indiferencia, indolencia e irresponsabilidad, cuando se buscó tergiversar la verdad, cuando elude las respuestas directas y serias, cuando pretende seguir encontrando culpables en otro lado, cuando los culpables están a su lado y han sido nombrados por él, sin llenar los requisitos mínimos de capacidad y, ni hablar, de idoneidad.
El futuro institucional se presenta sombrío, tal como con las secuelas y verdades que vendrán emergiendo poco a poco y que seguramente causarán mayores dolores de cabeza, desvelos y sustos permanentes, pero ojalá que la justicia llegue hasta donde exista culpabilidad, no se puede negar que hubo de todo en este terrible suceso, pero lo que no se puede perdonar el ser indolente e irresponsable, ni mucho menos pretender negar que hubo incumplimiento de los deberes mínimos como funcionario.







