Eduardo Blandón
Las redes sociales se han convertido en vehículos multifuncionales. Son aparatos poderosos cuyos beneficios o perjuicios dependen de sus usuarios. Pero no solo, en la cadena de responsabilidades tienen que ver también sus directivos, los que desde el corazón del sistema facilitan u obstaculizan la participación de la comunidad ávida de protagonismo.
Algunos adversan Facebook, por ejemplo, no solo por la inversión de tiempo que obliga a quienes son adictos a la red, sino por la difusión de lo que se ha dado en llamar “fake news” o noticias falsas. Como se sabe, el origen de esas mega ficciones no es inocente, son gestadas por cerebros perversos con la intención de confundir a través de la distorsión de la realidad.
Pero, además, las redes sociales se han convertido en lugares privilegiados para lo que Ortega y Gasset llamaba “la cháchara”. Un espacio que, superando la entretención, da cabida al mercado cibernético, la habladuría, el parloteo, el opinionismo y las expresiones irracionales. En ellos florece lo mejor, pero también lo peor, los prejuicios, nacionalismos, machismos y más “ismos”, aderezados con sentimientos de ira y odio.
Lo que es preocupante, para poner la guinda al pastel, es la capacidad de seducción de esas redes, irónicamente sociales. Es lo que dice Adam Alter, en su reciente libro titulado “Irresistible. The rise of addictive technology and the business of keeping us hooked”. El libro pone en guardia sobre la adicción a esos “dopaminazos” recibidos durante la jornada, ansiosos por recibir los “me gusta”. Y pide más cordura a fin de no aislarnos, sobre todo dosificando el acceso de esas redes a los niños y adolescentes.
Un elemento más, finalmente, lo constituye los fáciles linchamientos que ocurren a diario en esas páginas “sociales”. Como si existiera habituales celebraciones tribales alrededor de una víctima elegida arbitrariamente. Florecen entonces los Torquemadas seculares especializados en el arte de la tortura y deseos vindicativos. Con este escenario, es urgente superar al troglodita que llevamos dentro, para dar espacio al ciudadano virtual del siglo XXI.







