Oscar Clemente Marroquín
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Cuando uno piensa en la corta vida de las jovencitas que murieron en el irónicamente llamado Hogar Seguro, tiene que entender que ellas, como tanta gente de nuestra Guatemala, parecen haber nacido en el lugar equivocado. Porque vinieron al mundo para tener una fugaz vida llena de sufrimiento y privaciones. Abusadas o abandonadas por sus familias, fueron “albergadas” por el Estado para diz que protegerlas, pero fueron refundidas en uno de los infiernos de Dante, donde sufrían más abusos de los que pudieron soportar en sus familias.
El papel de la Secretaría de Bienestar Social, convertida en Secretaría de Malestar Social, es un ejemplo típico de nuestras instituciones, de esas que conforman la cacareada institucionalidad que tanto protegen y en cuyo nombre ocurren tantas desgracias. En vez de proteger a las niñas, las expuso a la trata y constantes violaciones alentadas por las autoridades del albergue. El Presidente lo explica todo porque, dice, es el país que heredaron, pero resulta que a él no se le eligió para administrar lo heredado, sino para cambiarlo y no ha movido un dedo en esa dirección, conformándose con entretener la nigua para ser uno más de la larga lista de gobernantes desentendidos de las necesidades de los guatemaltecos.
En algunas ocasiones he dicho que en Guatemala quien nace pobre está prácticamente condenado a morir pobre por la falta de oportunidades de una sociedad que no llega a entender el sentido de la justicia social, y las excepciones a la regla son muy pocas. Pero estamos frente a un ejemplo terriblemente dramático, porque las ya casi cuarenta niñas y adolescentes muertas en el incendio son una muestra de cuán severa es esa condena social de la pobreza y la marginación en un Estado que no asume su responsabilidad de promover el bien común. Muchas de ellas se habían quejado de los abusos a que eran sometidas y ante la falta de respuesta de las autoridades decidieron fugarse el martes pasado por la tarde. Movilizada la Policía logró la recaptura de un centenar de jovencitas y de ellas 56 fueron encerradas en un aula de cuatro metros cuadrados, cuya puerta se cerró con un candado puesto por la psicóloga del centro. Menuda profesional la que lo hizo.
No me puedo quitar de la cabeza la idea de esas jovencitas queriendo llamar la atención prendiendo fuego a las colchonetas para que les abrieran la puerta, sin entender que terminarían horriblemente carbonizadas porque nadie quitó el candado hasta que fue demasiado tarde. Jovencitas que en pocos años sufrieron lo que ninguno de nosotros quisiera para nadie, no digamos para alguno de los niños y niñas de nuestras familias. Jovencitas que vivieron todo el tiempo abusadas y despreciadas por sus padres, hermanos, parientes y por el Estado que supuestamente las iba a proteger al colocarlas en un Hogar Seguro que terminó siendo el epicentro de un prolongado martirio.
Como padre y abuelo me siento conmovido y afectado porque no hay derecho para que ningún niño sufra tanto y, menos aún, a manos de autoridades llamadas a cuidarlos y protegerlos. Siento asco y repudio por esa gente que se ensañó hasta hacerles la vida absolutamente imposible.