Claudia Escobar. PhD.
claudiaescobarm@alumni.harvard.edu

Ocurren situaciones en nuestra sociedad de tal brutalidad que nos hacen sentir que estamos viviendo una pesadilla. Hoy, una vez más, la violencia en Guatemala nos obliga a ver de frente una realidad de la cual quisiéramos huir.

Cada día cientos de niños y jóvenes guatemaltecos buscan un futuro lejos de su patria. Unos huyen de la violencia, otros de la falta de oportunidades y algunos más de la desesperanza. No son pocos los jóvenes de clase media o media alta que, a pesar de tener acceso a un buen nivel de educación y a oportunidades de desarrollo, también desean salir del país, porque vivir en Guatemala limita su potencial o porque la falta de libertad los asfixia.

Sin embargo, a pesar de las circunstancias, siempre hay jóvenes soñadores que creen que con su esfuerzo pueden transformar este país en uno más justo, más pacífico, más solidario, más próspero. Lamentablemente la violencia no permite que esos sueños florezcan.

Los hermanos mellizos Alejandro y Cristina Tobar Risco, que fueron brutalmente asesinados en Chiquimula a finales de febrero, junto a su amigo Mynor Palencia, eran dos chicos inteligentes, entusiastas, optimistas y emprendedores que amaban Guatemala. Su madre, una española que por muchos años trabajó en nuestro país, apoyando cientos de proyectos de cooperación internacional, es una mujer de una enorme templanza que les inculcó valores y principios sólidos. Su padre les contagió su pasión por el trabajo y su amor a Guatemala.

Cuando hace algunos años la madre por su trabajo regresó a España, Alejandro y Cristina decidieron voluntariamente quedarse a vivir con su papá en Chiquimula. Estos jóvenes que tenían un futuro brillante, tuvieron la opción de estudiar y vivir en el extranjero, pero optaron libremente quedarse en nuestra tierra. No hay duda que los muchachos eran unos líderes que impactaron positivamente en su comunidad, como lo testifican sus amigos y compañeros de estudios.

Para quienes tuvimos el privilegio de conocerlos y verles crecer, su muerte nos impacta profundamente. Pero también nos enfrenta a la cruda realidad que, en nuestro país estamos a años luz de un mundo civilizado; vivimos sumergidos en la época medieval donde la barbarie y la crueldad son las actitudes que prevalecen en nuestras relaciones. Un pueblo que no es capaz de proteger y respetar la vida de sus niños y sus jóvenes, en donde la muerte de personas inocentes se cuenta por miles, no tiene futuro alguno.

No importa que tan altos sean nuestros muros de la indiferencia, ni cuántos guardias de seguridad cuiden las burbujas en que pretendemos encerrarnos, mientras la impunidad de estos crímenes sea la norma, tarde o temprano la realidad nos dará una bofetada en la cara y caeremos en la cuenta que hemos estado cavando nuestra propia tumba.

No existe explicación razonable para justificar estos hechos. Ante la tragedia de perder a un ser querido violentamente, no hay palabras de consuelo. ¿Cómo podemos dar el pésame a una madre que no podrá nunca más abrazar y besar a sus hijos? El cobarde asesinato de Alejandro, Cristina y Mynor; así como la muerte violenta de los niños Óscar Armando Top Cotzajay y Carlos Daniel Xiquin, que fueron secuestrados y asesinados en San Juan Sacatepéquez semanas atrás y la de muchos otros jóvenes y niños que han sido víctimas de la tragedia que enluta diariamente a las familias de nuestro país, no son hechos aislados; son síntomas claros de una sociedad gravemente enferma.

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