René Leiva

No por antojo o capricho suele diferenciarse entre clásico y académico referido al arte, literatura e incluso filosofía. La escritura de quien retiene su origen campesino, sus pies de niño descalzo metidos en el río, su madre analfabeta y los abuelos que dormían con los cerditos en la cama cuando estos enfermaban, es de raíz clásica; esto es, desclasada, sin escuela, empírica, autodidacta, intuitiva, espontánea, profana, elemental, intensa, sobria… Ejercicio de estilo como respiración vegetal o latido ancestral. Escritura descubierta con el paso del tiempo sin relojes, entre el ocaso de mañana y el alba de ayer. Escritura ajena al aula, al taller, a la preceptiva de producción en serie y muy en serio.

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Si de algo carece la espera de don José es de esperanza; ese empeño azaroso por encontrar a la mujer desconocida porque, a la vez, ignora por qué y para qué la busca. Pero es una espera que le pone acción a sus decisiones un tanto indecisas, cabe remarcarlo. No es una espera pasiva la suya, no es expectativa paciente e inmóvil; más bien pone a caminar sus determinaciones, las echa a andar y a escalar las paredes de un edificio escolar, de noche y bajo la lluvia, solo porque allí estudió la entonces niña; una pista en su pesquisa de inaudita singularidad. La aventura de don José, aunque él no lo sepa y aun mejor si lo ignora, carece de esperanza porque no es ningún anticipo ni vislumbre ni promesa de ulterior felicidad. ¿Felicidad?, palabra más que vacía, vaciada; casi un tabú, un templo impenetrable, deshabitado, inhabitable.

¿Puede un narrador ateo pero, como Nietzche, muy marcado por el cristianismo atribuir a Dios (con mayúscula), por invocación, la buena suerte de asaltantes -y toda clase de maleantes, debe añadirse- desde que el mundo existe? Puede, por supuesto, ya que el país no mencionado de don José es de gran mayoría católica y en el lenguaje común, no en el más allá, Dios es ciertamente ubicuo y con tal cualidad suele imputársele la causa de suertes, azares, venturas y desventuras más o menos humanas. Si la vida no es creyente tampoco es atea, según salomónico dictamen concluyente de teólogos, filósofos y científicos diversos.

En la descripción del asalto de don José al edificio de la escuela el viernes por la noche -manteca, toalla y cortavidrios como implementos de trabajo- hay una invitación cauta y educada para imaginarlo en su exitoso empeño de llegar hasta una alta ventana, subirse a un cobertizo ayudado por providencial escalera, trepar la pared (en calidad de simio, ah, perdón), hacer contorsiones y estiramientos calado por la lluvia, romper el vidrio ayudado por toalla, manteca y cortavidrios, deslizar una y otra pierna hasta dejarse caer al otro lado, que puede ser un abismo sin fondo, o donde lo espera un comité de bienvenida, o las fauces abiertas de…

Don José no sabe explicarse por qué no quiere que la mujer desconocida, cuando la encuentre, se entere que la estuvo buscando incluso desde el tiempo de su niñez en la escuela, y desatiende profundizar en ello. ¿Quién es el que intuye que nunca la encontrará, nunca la hallará viva, hoy, ahora, y entonces opta por incursionar en el pasado, en la vida aquella que ya no es?

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