Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

En 1954 los grupos poderosos de Guatemala aceptaron con entusiasmo la conspiración montada por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos para proteger los intereses de la United Fruit Company y que culminó con el derrocamiento del régimen de Jacobo Árbenz y el inicio de la polarización de la sociedad guatemalteca que, como polvo de aquellos lodos, aún se vive intensamente. Esos mismos grupos aplaudieron rabiosamente el triunfo de Ronald Reagan con la esperanza de que su gobierno devolviera a Guatemala el apoyo militar que había suprimido el gobierno de Carter por el tema de los Derechos Humanos y son los mismos que, entusiasmados, buscaron en Washington apoyo para acabar con el trabajo que aquí realiza la CICIG en materia de lucha contra la impunidad.

Si la intervención extrajera es para proteger ciertos intereses, como generalmente ha sido al menos en la parte norteamericana que durante años promovió la existencia de gobiernos totalitarios y represivos pero sometidos a las intromisiones de Washington, no se ve como un agravio contra el país y se acepta no solo dócilmente, sino que hasta con no disimulado entusiasmo. Pero Dios guarde si hay asomo de alguna acción promovida en contra de lo establecido, del sistema que ha permitido crear el tipo de sociedad que ahora tenemos, en donde el respeto a la ley es apenas un eufemismo porque nos hemos acostumbrado a que los negocios se hacen con trinquete y sin el menor miedo a castigo porque precisamente para ello es que se ha creado un modelo de impunidad en el que puede castigarse severamente al ladrón de gallinas, mientras el ladrón de millones que viste cuello blanco no sólo puede gozar de su fortuna sin preocupaciones sino que además es recibido con el mayor beneplácito por el entorno social.

Lo de 1954 es lo más ilustrativo para hacer el parangón con lo que ahora se escucha respecto a la intromisión de Estados Unidos en asuntos de Guatemala, no solo endilgando la responsabilidad a un Embajador que no goza de las mismas muestras de afecto que eran más que corrientes con sus antecesores, vaya usted a saber por qué, sino que también a la Comisión Internacional Contra la Impunidad y su jefe, Iván Velásquez, satanizado como un tenebroso y peligroso personaje, figura que cuesta compatibilizar con la siempre correcta y ponderada actuación que ha tenido en Guatemala.

No hay tales, pues, de que por dignidad patriótica es que se mantengan esas actitudes de repudio a la “intervención extranjera”, puesto que lo que molesta no es que extranjeros operen en nuestro país sino lo que están haciendo. Se oyen argumentos de este tipo: “Cómo se les puede ocurrir la peligrosa idea de cambiar un sistema que ha sido tan eficiente para facilitar el giro de los negocios y que se ha probado útil y efectivo para mantener el ritmo dinámico de la actividad económica. No se dan cuenta esos extranjeros que la economía se ha detenido porque a muchos les da miedo hacer negocios” sintiendo en la nuca el resoplido de la lucha contra la impunidad.

Para esa gente, lo que hace falta es que el espíritu de los hermanos Dulles vuelva a reinar en la CIA y el Departamento de Estado.

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