René Leiva
Don José sí encuentra las direcciones de padres y ex esposo de la desconocida en la guía telefónica, dos nuevas intersecciones, o bifurcaciones, en el plano aplanado de su búsqueda. Otras vidas desconocidas, con sus nombres, que en cierto modo aminoran ¿o acrecientan? su desconocimiento incitante de la mujer inencontrada, nunca desencontrada, si bien la desconocida puede ser cualquier mujer de 36 años, o no tan así, con que se cruce en la calle, que se siente al lado en el autobús, que llegue a la Conservaduría a tramitar algo… Cualquiera, sí, pero sólo una, ella, la del nombre innominado, la de una piel, un olor, un gusto… de no otra. Ella, alguna. Carne de olvido. Y por supuesto, ausente de su memoria; en su recuerdo más reciente ninguna huella de la desconocida.
En su calidad de escribiente del Registro Civil y, en raro complemento biográfico, como coleccionista de vidas descollantes en recortes de diarios y revistas, no es del todo inusitado que don José, encaminado en su aventura, decida llevar una especie de itinerario cartográfico de sus pesquisas en la ciudad; también opta por anotar sus modestas peripecias, hallazgos, fragmentos de diálogo interior, métodos de búsqueda, como si de un novelista bisoño se tratase, que escribe una novela primeriza precisamente. ¿Esto último para poseer una relación objetiva/subjetiva que alimente su memoria y, quién quita, no obstante su natural discreción, sirva a alguien más para algo?
(No tan al margen, ¿qué tal si a Don Quijote, en su lúcida locura o en su loca lucidez, le da por anotar sus caballerescas andanzas y los coloquios con su otro –u otros– yo, sin que ni Sancho se entere, para asombro y solaz de la posteridad y del propio Cervantes?)
Por cuanto se ha inferido desde el primer párrafo, la Conservaduría General del Registro Civil no es cualquier dependencia del aparato estatal, oficial, institucional, burocrático, depósito de todos los nombres, laberinto condensado de vidas y muertes (vivos y muertos), registro de toda memoria en el tiempo, pétrea jerarquía donde el conservador oficia no como un dios cualquiera sino tal el Dios omnisciente/omnipotente que incluso puede infundirse hasta la misma conciencia de sus medrosos subalternos. Un dios, por cierto, también sin nombre, demasiado humano; en conserva, con los rancios ingredientes de lo establecido y envasado en la tradición, sin fecha visible de caducidad.
En ese lugar, a ese jefe supremo, pedir un modesto permiso de dos o tres horas de ausencia sería insólito e inédito, casi impúdico y un tanto ingrávido, pero no ilógico ni ilícito ni mucho menos insípido.
Aunque ciertamente infractor al reglamento y a sus propias buenas costumbres, don José no se merece el ofensivo, caricaturesco y humillante interrogatorio-acusación a que lo somete el tiránico y cáustico conservador al enterarse de sus faltas en el servicio debidas al nerviosismo, insomnio, obsesión de potencial, endosustentada, tenaz, entre alucinada y lúcida aventura incipiente tras una mujer desconocida.
Con mapa detallado, brújula y libreta de anotaciones en mano, intramuros, por calles rutinarias y el hilo de ariadna como cordón umbilical, ¿a dónde llegar si el pensamiento se desvía por el jardín de senderos que se bifurcan?