Raúl Molina

América Latina siempre se ha visto dividida frente a un camaleónico imperio estadounidense, que a veces se comporta amistosamente hacia la región y otras veces vuelve a su política de hegemonía total, aduciendo que la región es “su patio trasero”. Ante Kennedy, Clinton y Obama, muchos países colgaron su dignidad y agacharon la cabeza, y mucho más la agacharon algunos de ellos frente a los gobiernos Republicanos. Hoy, Donald Trump se muestra tan arrogante e irrespetuoso como Teddy Roosevelt, quien aplicó la política del “gran garrote”. De 1950 a la fecha, muchos de los Estados de América Latina, inmersos en la Guerra Fría, no supieron interpretar la voluntad de sus pueblos. El peligroso acercamiento al vecino del Norte no ha hecho más que intensificar la dependencia económica y el sometimiento político impuesto por los Estados de seguridad nacional. No obstante, inspirados por Cuba y Venezuela, la región latinoamericana intentó un proyecto propio que generó nuevas esperanzas. Ha sido descarrilado por Washington en los últimos años, en alianza con las derechas nacionales, pero hoy puede y debe recuperarse. En Estados Unidos se ha aceptado un gobierno reaccionario y populista que intentará imponer su voluntad a cualquier costo. Amenaza ya con enviar tropas de ese país a México a buscar “bad hombres” e insiste en construir el “muro de la vergüenza” y que los mexicanos lo paguen.

La Presidencia y las políticas de Trump en Estados Unidos obligan a la región a reflexionar sobre su situación actual y futura. No le queda más que buscar la unidad estratégica para enfrentar el neocolonialismo; no tiene alternativa sino adoptar una firme posición antiimperialista, la cual en la coyuntura histórica actual contaría con el apoyo de más de la mitad de la población estadounidense, que no votó a favor del gobierno Republicano. Contará también con el respaldo de otras potencias, que ven con justificado temor el surgimiento de una opción neofascista que desea cambiar las reglas de la relación entre los Estados, y de gran parte del Movimiento de Países No Alineados que no han dejado de esforzarse por la efectiva liberación de sus pueblos. La unidad de los Estados latinoamericanos y caribeños tendrá que darse con independencia de su signo ideológico y las características particulares de sus mandatarios y clases dominantes: se trata, esencialmente, de buscar la verdadera independencia, esta vez no solo política sino que total y que incluya en sus beneficios a los pueblos en su totalidad. El instrumento político ya existe, la CELAC, y el desarrollo económico propio y de nuevas potencias económicas del mundo permite visualizar la adopción de políticas antiimperialistas en el seno de la ONU, así como el fortalecimiento de la producción y mercado regionales, mediante la utilización racional de los recursos, tanto humanos y naturales como de avance tecnológico. Lo que se necesita es voluntad política, derivada de una presión firme de nuestros pueblos. Es cierto que demasiados de nuestros gobiernos han caído en la corrupción y hasta represión; pero la oportunidad de cambiar de rumbo en la región aparece hoy más clara que nunca.

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