René Arturo Villegas Lara

La mayoría de hombres en el pueblo se dedicaban en ese entonces, a la agricultura, llovía bastante y las tierras no estaban agotadas. Sembraban maíz, maicillo, arroz y ajonjolí. Regularmente, cuando doblaban la milpa, ya habían sembrado frijol de enredadera y algunos ayotales destinado al consumo de sus clanes. En ese tiempo, los campesinos, inteligentes por naturaleza, colgaban mazorcas de las vigas, sobre el tapesco, para que el humo de la cocina conservara su germinación y matara cualquier hongo o polilla que las arruinara. Nada de semillas transgénicas que después se inventaron para hacer negocios a costa de la pobreza. Pero, en el pueblo, en el vecindario, los hombres que no eran agricultores se dedicaban a algunos oficios, urbanos diríamos, y dentro de esos estaba el de los talabarteros, que fabricaban sillas de montar, galápagos para las mujeres, aparejos para cargar mulas o machos, morrales para llevar los cuadernos a la escuela y de pasada y por encargo, algún cincho para apretarse el pantalón, siempre que uno les proporcionara la hebilla.

En Chiquimulilla, pueblo de andar a caballo o bestia para decirlo más genéricamente, existieron conocidos talabarteros que desarrollaron una industria de esas mercancías. Principiando por mi padre, que a la par de ser maestro de la Normal, en la escuela primaria, aprendió el oficio y tenía su taller de talabartería. Muchos años después se graduó de abogado. Don Toyo Salazar Juárez, emigró de Jutiapa con toda la familia e instaló un gran taller de talabartería en la cuadra de doña Medarda. Don Toyo era un verdadero líder en el pueblo y entusiasta para varias cosas: fundó un equipo de fútbol, el Deportivo Tropical. Para una Semana Santa, utilizando un libro conocido, el Mártir del Gólgota, montó en vivo, como en Huehuetenango y en México, la pasión de Cristo y Lito Alemán, por su aspecto negrito, representó a Jesús. Casi se muere, pues ese Viernes Santo cayó un gran aguacero y como lo había dejado colgado en la cruz y los tales romanos se fueron a la cantina a chupar trago sellado, la tremenda mojada le causó una severa pulmonía. Recuerdo que también despertó en los jóvenes de entonces la afición por el box, entrenando en el patio de su casa. Allí se hizo famoso el “Montañés Téllez”, un payaso mexicano que se quedó en el pueblo cuando el circo se fue para Santa Lucía y que vino a la ciudad de Guatemala, representando a Chiquimulilla, a ganar el primer puesto nacional de peso gallo. Cabal recuerdo cuando regresó con su gran cinturón plateado tapándole el ombligo. De esos talleres de talabartería se desprendieron los aprendices, que a su vez se hicieron talabarteros y pusieron sus negocios propios: Dagoberto Orosco, en la esquina de la panadería Las Tres Coronas; don Manuel Rosales, por muchos años tuvo su talabartería en una de las esquinas próximas al mercado y para mí era de recordarla porque por muchos años, ya casi en 1960, en la puerta todavía estaba pegada una propaganda del doctor Arévalo, con un corazón y su foto gris, con una leyenda que decía. “Arévalo, en el corazón de Guatemala”. También tuvieron sus talleres don Arturo Cerrate, don Chepe Domínguez, don Manuelón Ávalos. Después se fue terminando, no los caballos ni los machos ni las mulas, sino le necesidad de utilizarlos como medio de trasporte o de carga, pues mal que bien a todas las aldeas llegan camionetas llenas de polvo y ya son pocos los que montan una bestia. Por eso creo que no pasan de dos las talabarterías actuales y ya casi no hay talabarteros. Ahora, hay haciendas en donde el ganado se arrea con motos y los vaqueros no tienen destreza para lazar un novillo o manzanear una vaca bravía. A mí, en las vacaciones, me mandaron una vez al taller de don Toyo para que aprendiera el arte de la talabartería; pero, junto a su hijo, mi recordado amigo de infancia, Hugo Salazar, que después se graduó de psicólogo, sólo nos ponían a lujar los cueros, a cocer el engrudo y a fabricar rosetas para trenzar las cinchas, así que, ya llegando la Navidad, nos aburrimos y desertamos con mi amigo Hugo y mejor nos fuimos a ayudarle a don Goyo a montar su lotería y a comer granadillas que llegaban de la montaña de Jalapa, o sea de Mataquescuintla y de San Rafael Las Flores, ahora inundados de gambusinos que en ese tiempo no eran conocidos.

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