Luis Enrique Pérez

El libre comercio entre las naciones es un ideal; y ha habido una mayor o menor aproximación a él. Si hay libre comercio, los ciudadanos que residen en una determinada nación comercian con los que residen en otra determinada nación, tan libremente como comercian los ciudadanos que residen en una misma nación. Los límites geopolíticos no importan.

Aquello que es opuesto al libre comercio entre las naciones suele denominarse “proteccionismo”. En una economía proteccionista, la autoridad gubernamental interviene para restringir y hasta evitar la importación de bienes llamados “extranjeros”, que compitan o puedan competir con los bienes llamados “nacionales”.

Uno de los recursos proteccionistas es el llamado “arancel”, que realmente es un impuesto sobre el bien importado, de tal manera que sea más caro. También uno de los recursos proteccionistas es la prohibición de importar determinada clase de bien, de tal manera que solo pueda ser consumido el bien de la misma clase llamado “nacional”; o la prohibición de importar más de una determinada cantidad de bienes de una misma clase, de tal manera que, obligadamente, haya que consumir por lo menos una proporción del bien de la misma clase llamado “nacional”.

Los tratados comerciales entre naciones no son tratados de libre comercio, aunque se exhiben como tales. Esos tratados son, estrictamente, modalidades de convenido proteccionismo, consignadas en impresionantes documentos. Son, pues, tratados de ficticio libre comercio; Y de la misma manera que los ciudadanos que residen en un mismo país no tendrían que estar sujetos a un tratado gubernamental de comercio interior, tampoco los ciudadanos que residen en diversos países tendrían que estar sujetos a tratados gubernamentales de comercio exterior.

La distinción entre comercio interior y comercio exterior carece de significado económico, y solo puede pretender un significado meramente político. Quiero decir que esa distinción es producto de la perniciosa intromisión gubernamental en la economía, porque si, idealmente, el comercio tiene que ser libre, independientemente del país en el que residen quienes comercian, entonces el comercio no es ni interior ni exterior. Ni la cercanía de quienes intercambian lo interioriza, ni la lejanía lo exterioriza.

Algunos críticos del liberalismo económico insisten en que no hay libre comercio internacional. Empero, la cuestión esencial es que el libre comercio sería más beneficioso que el proteccionismo; y si entre las naciones no hay libre comercio, sería mejor que lo hubiera, del mismo modo que si no hubiera libre comercio entre ciudadanos que residen en un mismo país, también sería mejor que lo hubiera. Por razones políticas de los gobernantes, y no por razones económicas de los gobernados, se dificulta que el ideal de libre comercio entre naciones se transforme en preciosa realidad, y manifieste su enorme potencia benefactora, que se opone a la potencia malefactora del proteccionismo (que es un suicidio económico).

Si los gobernantes no restringieran o impidieran el comercio entre ciudadanos que residen en una determinada nación y ciudadanos que residen en cualquier otra determinada nación, inmediatamente surgiría el libre comercio entre ellos, como una fuerza irresistible destinada a mejorar la economía de los seres humanos. El libre comercio entre las naciones sería, por su naturaleza misma, un acto tan ordinario como el acto por el cual, en un mismo país, un ciudadano vende una zanahoria y otro ciudadano la compra. Y si los países tuvieran que celebrar tratados auténticamente de libre comercio, esos tratados tendrían que consistir solo en convenir en no imponer restricciones o prohibiciones sobre el comercio (de bienes lícitamente comerciables).

Post scriptum. Económicamente, uno de los mejores aciertos del nuevo presidente de Estados Unidos de América, Donald Trump, es prometer una reducción de impuestos; y uno de sus peores desaciertos es pretender un proteccionismo mayor que el que ya imponen los tratados de ficticio libre comercio.

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