Lucrecia de Palomo

La semana anterior se publicó en las redes un video que impactó, sobre todo en familias y en el ámbito de educación. El hecho grabado sucede en un aula de una escuela de Monterrey, donde sin decir agua va, un joven toma una pistola y dispara contra la maestra, sus compañeros y luego de varios movimientos desconcertantes, se dispara a sí mismo. Terrible es la realidad que ocurre en las escuelas. Estas reacciones son consecuencia del entorno en que viven los estudiantes, muchas veces en familia y/o en su círculo social (esto incluye las redes sociales, los juegos electrónicos, programas de televisión que los padres permiten o por omisión de ellos, los YouTube, el internet, etc.) que permiten hacer realidad lo que es virtual.

Se habla mucho del acoso o bullying  y de las consecuencias que éste puede traer en un estudiante, pero esta acción no es exclusiva de los centros educativos, se da en un sinfín de ambientes: laboral, social, mediático, etc. es poliforme. Esta conducta humana se ha magnificado por diversidad de razones siendo una de ellas su mal manejo por parte de autoridades y por el resquebrajamiento de la familia que descabeza el sentido de jerarquías.

Como nada queda vacío en los espacios humanos, al faltar el amor y la seguridad que da la familia se busca en otros espacios; el amor y el modelo de las virtudes y valores humanos que deben nacer en ese núcleo se trasladaron a otros espacios sociales provenientes de cualquier lugar, no precisamente ejemplares. Ese cambio provoca que muchos de nuestros chicos sean violentos, pues están enojados contra quienes los empujan hacia zonas que no les dan paz. La familia se convirtió en un lugar donde impera la impunidad y la permeabilidad permite la pérdida de los valores tradicionales y la revalidación de otros que poco o nada tienen que ver con lo humano.

Una fuente de aprendizaje de este acorralamiento emocional es la familia; muchos de los juegos entre sus miembros son eso, molestarse uno al otro rebasando los límites del respeto sin que exista intervención de los progenitores porque están ausentes. Peor aún, en muchos casos el padre acosa a la madre llegando hasta los golpes físicos, lo que ven los niños que aun cuando les molesta lo consienten por rutina o debilidad y luego “eso” se convierte en parte de sus juegos. Por otro lado la falta de supervisión en juegos violentos –que compran los padres o les permiten su uso–, de las películas y los programas de televisión que les muestran cómo asesinar mejor. No puedo dejar fuera de esta situación, la adicción a la pornografía, que ahora se encuentra desde una edad muy precoz y cuyas consecuencias emocionales son impredecibles. Los jóvenes viven una crisis emocional que no es tomada en cuenta, la mayoría viven enojados, son tan solo una bomba de tiempo.

Es la familia el núcleo social donde se aprende a convivir, son los padres y abuelos los ejemplos a seguir. Cada día vemos más familias disfuncionales, donde uno de los padres desatiende, no solo sus responsabilidades económicas sino también parentales; donde los hijos se sienten abandonados del amor y tiempo de sus padres. Demasiado ocioso sin dirección. Nuestra voz debe llegar a los cuatro vientos ¿FAMILIA, qué pasó? Los hijos nos están hablando con sus conductas, están llorando, sollozando, pero lamentablemente este lamento es invisible porque la luz del dinero le opacó. Se vivió el terror en Monterrey y las consecuencias son graves.

Estas escenas cada día son más comunes en todas partes del mundo; aquí en Guatemala vemos jóvenes de 15 años asesinando en las calles. Lamentablemente por la posición de muchas instituciones, como las de DD. HH., de ser tolerantes ante situaciones que a todas luces van contra el bien común, los centros educativos y maestros se ven con las manos atadas para poder accionar, pues de hacerlo inmediatamente son tildados de poco tolerantes y acusados –y acosados–, hasta llegar a pedir tolerancia para estos escenarios.

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