Pedro Pablo Marroquín Pérez
pmarroquin@lahora.com.gt

Gracias al gobierno de Sandra Torres y Álvaro Colom, en Guatemala usar la palabra esperanza en sinónimo del dominio de ella pero, más importante, de negocios, tráfico de influencias y especialmente de usar la pobreza como un argumento para fabricar millonarios, y no me refiero a la gente pobre sino a quienes manejaron los programas. Esa palabra ha sido tan gastada como el término “patriota”, el “ganamos todos” o el “sí cumple” porque son palabras o frases que no tienen sustento en su valor político/comercial.

Pero independientemente de que nos traiga malos recuerdos, yo considero que el país atraviesa un momento definitivo en la historia en el que los chapines debemos decidir si nos aferramos a la esperanza de que, si hacemos nuestro papel, un futuro mejor es posible o si sucumbimos ante el miedo, ante el estado actual de las cosas, ante las mafias y nos conformamos con lo que tenemos diciéndole adiós a la ilusión de tener una nación diferente.

El guatemalteco ha aprendido a vivir “sacando la tarea”, “jalando la carreta”, “echando punta porque no queda de otra”, “bien fregado pero contento”, “agradecido de estar vivo aunque no sean las condiciones ideales” y desde hace años nos hemos encargado de minar el espíritu de nuestra gente. No digo quebrar porque eso significaría que ya no se luchará e incluso ni se migrara para batallar por un futuro mejor, pero nuestro estado mental es de “sobrevivencia”.

Soñar en Guatemala con un sistema de educación diferente, dotado con mejores espacios, con tecnología y con más profesores entregados a sus alumnos, más que a Joviel, es algo impensable porque nos resignamos a chapucear lo que tenemos.

Es una utopía pensar en un sistema de salud en el que todos los hospitales, centros de atención primaria y centros de almacenamiento de medicinas, material y equipo estén interconectados por un sistema de punta es una idea que ni discutimos porque no nos damos a la tarea de soñar y de explorar y presupuestar nuestros anhelos y no digamos, pensar en un sistema cuya mística esté en el paciente y no en los negocios de ventas de medicinas o en los pactos políticos/colectivos que se alcancen.

Trabajar por un nuevo sistema de rendición de cuentas que pase por una reingeniería total de la Contraloría de Cuentas y la creación de un nuevo mecanismo para las compras y adjudicaciones de los entes que conforman el Estado es algo que ni discutimos porque ya sabemos que eso sería tocarle los huevos al león y esos no se tocan porque entonces matamos los negocios.

Idear un nuevos sistema de partidos políticos, de comités cívicos, con nuevas formas de elección y especialmente con reglas de financiamiento diferentes es algo que ni se nos pasa por la cabeza porque se han encargado de hacer la política tan asquerosa, que muy poca gente se atreve a tratar de incidir para cambiar las reglas y nosotros les hemos seguido el juego al no decir nada.

Bien dicen que una persona que no tiene trabajo, aunque tenga un espíritu fuerte, termina siendo doblegada porque esa sensación de sentirse inútil, de no ver futuro mata a cualquiera. Pero cuando más del 60% de la población de un país vive con el espíritu casi quebrado, la tarea es más compleja.

En Guatemala sí hay certeza pero para aquellos que deciden caminar bajo la sombra y jugar bajo sus propias reglas y por eso es que terminamos en un terreno de nadie y en donde el más fuerte, el más inescrupuloso y el más cínico tiene ventaja.

Este 2017 se trata de decidir entre la ruta de la esperanza que nos aliente a forzar un cambio o a ser derrotados por el conformismo que ha sido un común denominador desde que fuimos fundados como nación.

Yo me aferro a la esperanza pero sabiendo que para cambiar todos tenemos que jugar nuestro papel, entender los problemas y vernos para adentro para empezar a ser verdaderos agentes de cambio.

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