María José Cabrera Cifuentes
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El pasado 20 de enero me uní a los millones de espectadores que presenciaron el cambio de mando en los Estados Unidos. Al ser esta una nación con una influencia innegable en nuestro país, mucho de lo que acontece allí tiene repercusiones directas o indirectas para nosotros, los habitantes de lo que muchos han llamado su “patio trasero”.
Escuché con cautela cada una de las palabras que pronunció en su discurso que, a pesar de no haber sido escrito por él como es costumbre entre los políticos, no me pareció tan aterrador como pensé que sería. Muchos ovacionaban al Presidente estadounidense entrante mientras que muchos otros se disponían a salir a las calles para mostrar su rechazo contundente a este nuevo régimen que irremediablemente comenzaba.
Debo confesar que el triunfo de Trump, al igual que a la mayoría de las personas, me dejó boquiabierta al estar todas las posibilidades en su contra. En realidad, y a pesar de la amenaza que representaba Trump, no me había inclinado por alguna de las opciones pues tanto el candidato republicano como la candidata demócrata defendían causas que me preocupan. Hillary Clinton, por ejemplo defendía la promoción del aborto, entre otros temas delicados que son una amenaza para la humanidad, mientras que los temas relativos a la migración eran para mí, lo más alarmante en el caso del recientemente juramentado Presidente de los Estados Unidos.
A mi criterio, el sistema electoral estadounidense no es precisamente el que mejor describiría el ideal de democracia al servirse de criterios territoriales y no poblacionales para obtener un resultado. De cualquier manera, es el Sistema que a ellos les ha funcionado históricamente y, cuestionable o no, es el que ellos han convenido que sea el que utilicen para elegir a sus más altos representantes.
En términos de la democracia, y no de las personas, creo que las marchas que no se hicieron esperar carecen de sentido. No se puede abrazar a la democracia y despreciar su producto. No cuestiono por esto el derecho que tenemos todos de alzar nuestra voz y hacernos escuchar, pero en el caso de un presidente entrante me parece que se convierte en una invitación para el desorden.
Si fuese yo ciudadana estadounidense, no dudo que en estos momentos estaría temblando de miedo, pero al igual que ha sucedido en Guatemala, no tendría otra opción que aceptar la decisión del pueblo. He de confesar que la única vez que he votado por un presidente que haya resultado electo fue en el periodo pasado. Por supuesto me arrepentí, sin embargo, mi propia decisión y el respeto que le tengo a eso que llamamos democracia me impidió salir a las calles a gritar “yo no tengo presidente”, porque el sistema que acepto y mi propio proceder le colocó en el puesto en que estaba.
Lo que se puede prever que sucederá en Estados Unidos y las calidades de ser humano y líder de Donald J. Trump, serán materia de un nuevo artículo pues pretender abordarlo aquí sería imposible. También yo, como ciudadana del mundo estoy a la expectativa y tengo un temor profundo acerca de lo que sucederá en el mundo durante los próximos cuatro años. Mientras encontremos un sistema que en verdad nos represente, a mí no me queda más que abogar por la democracia, ese ideal que lejos de alcanzarse, al menos con algunas de sus características es el que practicamos.