René Leiva

El retrato moral, ético, temperamental, caracterológico, emocional, sentimental, cívico… de don José, como el de cualquier personaje de novela o no, solo puede delinearse, intentar una aproximación, aludirse por sus hechos y pensamientos, nunca nada definitivo a pesar o debido a los ilimitados moldes humanos siempre mudables y rompibles. ¿Quién se reconoce en su retrato hecho por otro, otros, incluso por mano propia? Un rasgo vacuo en tal descripción se aprecia en la primera victoria ganada por don José al allanar la resistencia de una anciana vecina, mediante engaño, a proporcionar información sobre la mujer desconocida, motivo de su aventura.

Su inexplotado e inexplorado potencial de adaptación, adopción, astucia, solapamiento, sonsacamiento… escondido e ignorado por el propio don José, un modesto escribiente público, a la hora de insoslayable pero trascendental trato con una poca gente extraña que puede llevarlo a donde –vueltas en redondo, recurso del hilo de Ariadna– ha de llegar.

¿Por qué a don José, en el comienzo de su búsqueda, no se le ocurrió consultar la guía telefónica sobre la desconocida de quien sólo sabía su nombre y una antigua dirección? Dirección donde el aprendiz de detective que indaga y sigue pistas borrosas, ante su primera informante pone en evidencia su impericia y nerviosismo e interés personal en un falaz asunto de carácter oficial. La autodelación del despistado solapador, fatal constante en cada hito inventado por el endógeno aventurero.

Don José no desea –al revés de Don Quijote o de Madame Bovary–, no quiere que la (su) desconocida sea como los personajes o las heroínas de su colección de celebridades. Por el contrario… ¿Qué tanto sabe o intuye don José que la desconocida es un (su) personaje de ficción… casi como él mismo? (Y el propio lector, ¿otro actor ficcionario, novelesco en la medida de su desaforado involucramiento?).

Don Quijote, el amante ideal de su imposible señora Dulcinea; don José, el amante imposible de la desconocida ideal. Pues tampoco don José es aristócrata, ni héroe tardío del romanticismo, ni paladín de nada, ni sistemático o sistémico antihéroe antisistema…

Don José es un personaje quien, así hayan algunos como él en la llamada vida real, también necesitó ser inventado para protagonizar una (esta) especie de aventura. Si el propio don José tiene un nombre, sólo él, es por rara generosidad del autor, su creador o descubridor. ¿Y, también, al cabo, creador del probable, eventual lector?.

Bien o mal visto a don José no le interesa ni afecta demasiado tener un nombre, ese, responder a tal alguna vez, saber que así se llama, aunque podría ser cualquier otro, para efectos por causas de toda índole, daría igual, ya que todos los nombres son cabalmente iguales, pero no tan así, obviamente, para quienes los ostentan o detentan, más en el caso de don José su común nombre de ninguna manera corresponde a quien él es. Por supuesto que conoce el nombre que le dieron, como todos, pero desconoce el nombre que tiene.

La repetición del nombre, a través del tiempo, equivale a los martillazos del cincel para darle forma a la piedra, que siempre será piedra, así tenga forma humana, u otra.

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