Raúl Molina
Abundan los artículos sobre el vigésimo aniversario de la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera, lo que contrasta con la pálida y apática conmemoración por el gobierno. Pasado el 29 de diciembre, la pregunta es: ¿Qué hacemos hacia el futuro para darle sentido a dicho Acuerdo? Hay una gran deuda acumulada con las grandes mayorías, que debieron haber sido las principales beneficiarias, porque los sucesivos gobiernos de Arzú a Morales han tratado de enterrarlo. Se debe volver al punto en que se detuvo el promisorio proceso de consolidación de la paz: la reforma constitucional. En 1999, cuando la derecha se sintió derrotada y acorralada por la contundencia del Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, se movilizó para derrotar las reformas constitucionales en el referendo, fomentando el temor en las capas medias y generando confusión. Dos decenios después, es evidente que el país no saldrá de su profunda crisis sin modificar la Constitución. De hecho, los mismos organismos del Estado la han planteado, aunque solamente para el sector justicia, sin entrar a fondo a la urgente transformación del Estado. La paz firme y duradera es inalcanzable en el Estado vigente. Existe un sector hegemónico del pueblo ladino que se aprovecha de una especie de apartheid de los pueblos indígenas, acaparando el poder político. Es un Estado que social y económicamente responde a los intereses del sector privado y del imperio estadounidense. Se nos ha hundido en la condición de Estado fallido y en neocolonia, sin sentido de soberanía nacional. Poco a poco, particularmente después de desperdiciarse el movimiento por la dignidad de 2015, la ciudadanía ha empezado a entender la situación; pero parece no saber reaccionar. Por un lado, están los que piensan que no se puede hacer nada; por otro, estamos los que queremos una Guatemala propia, como la que se vivió de 1944 a 1954. Para ambas corrientes se aplica la consigna de la Plaza de la Constitución: ¡Sí se puede!
Debemos ver la reforma constitucional como un proceso de reflexión sobre lo que queremos ser como país. Será un aprendizaje para toda la población, que nos debe obligar a estudiar y debatir en torno al Acuerdo de Paz Firme y Duradera y “Guatemala: Memoria del Silencio”, documentos fundamentales para definir las reformas. Estudiarlos nos permitirá conocerlos y entenderlos –se dice que nuestra juventud los ignora y yo agrego que quienes ya no son jóvenes también– y, al debatirlos, podremos actualizar su contenido. Mucho ha avanzado el mundo desde 1996 en materia de derechos de los pueblos indígenas, si bien siguen siendo irrespetados por doquier, y las mujeres reclaman, justamente, que el Acuerdo no supo identificar la forma de propiciar la equidad de género. Dos actores más no aparecemos en los textos y urgen ser incorporados: la niñez y la juventud, por un lado, y las y los migrantes, por otro. Entrar en este proceso de reforma constitucional, vía Asamblea Nacional Constituyente debidamente sustentada por todas las fuerzas sociales y políticas, será la manera de dar continuidad a la materialización de la paz firme y duradera.