Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
Bien se ha dicho que el tiempo perdido hasta los santos lo lloran, expresión que cae como anillo al dedo cuando repasamos lo que fue el año 2016 en términos de la construcción de un auténtico Estado de Derecho, con el absoluto imperio de la ley, lo que significaría el fin de la impunidad y, por supuesto, de la corrupción en los niveles alcanzados en el país precisamente por esa certeza que tienen los pícaros de que aquí, tarde o temprano, pueden solventar sus situaciones por difíciles que parezcan.
Hace un año Guatemala recién había vivido un proceso electoral totalmente atípico porque llegó como consecuencia de las acciones penales que llevaron a prisión preventiva nada más y nada menos que al Presidente y la Vicepresidenta de la República. El descalabro en la carrera presidencial de las opciones tradicionales, representadas por Baldizón y Torres, abrió espacio para que se eligiera a alguien sin ningún mérito más allá de ser absolutamente desconocido en el ámbito político porque su pasado era como comediante mucho menos que del montón, a quien le sonó la flauta precisamente por ser el único que no parecía ligado a las formas tradicionales del poder. No había que ser genio para entender que el mandato que recibió Morales no era el de actuar como cómico, sino de dirigir un proceso para erradicar de una vez por todas esa vieja forma de hacer política, cosa que el presidente electo nunca asumió como mandato, fuera porque simplemente no lo entendió o, peor aún, porque entendiéndolo no era de su interés pues, luego se supo, tenía más vínculos con la vieja forma de hacer política de lo que cualquiera hubiera podido imaginar entonces.
El caso es que bajo la conducción del señor Morales, este año se significó al final porque entró en vigor un pacto de impunidad surgido de las ergástulas del Mariscal Zavala, pero ejecutado a la perfección por Morales y el señor Estrada Zaparolli, acaso el político más influyente en este gobierno y que navegando fuera del radar de los medios, ha sido artífice del reciclaje de la bancada oficial, nutrida con lo peor de los tránsfugas disponibles, y luego del acuerdo que permitió la recomposición de las fuerzas corruptas a partir del acuerdo entre bancadas que se concretó cuando nombraron como nuevo presidente del Congreso al que había sido gato de Roberto González cuando fue todopoderoso en tiempos de Berger (parte de la vieja política).
La tarea se ha vuelto cuesta arriba porque ahora, superado el impacto de las investigaciones de la CICIG y del Ministerio Público, el paquete cae bajo la responsabilidad de la administración de justicia, misma que se integró precisamente con la consigna de asegurar la impunidad para cualquiera que fuera parte del mundo perverso construido a pulso por nuestra clase política y sus socios empresariales que han retomado la actividad para tratar de desmantelar el avance penal y que se han movilizado en Washington bajo la apuesta de que la llegada de Trump, pícaro como ellos, les abre el espacio para acabar con tanta chingadera.
Nos toca, pues, empezar un nuevo año remando contra la corriente por lo que la unión cívica será crucial para enderezar el rumbo.