René Leiva

Un libro de Beckett, Samuel, regular formato, seguramente El innombrable, autor cuyo estriado rostro de mirada fija pero ausente aparece a lo largo y ancho de la portada, en cuyo ojo izquierdo, de él, exacto en la pupila, un orificio de polilla, seguro, atraviesa de parte a parte el volumen, agujero si empleado a manera de ojo de cerradura, por uno de sus extremos, con no buena voluntad, con estudiada malicia, puede apreciarse o contemplarse todos los nombres innominados que ciertamente nada nombran.

Mientras en Dios su nombre verdadero es el de todos los nombres, el yo – -que no fue antes ni será después- – nunca termina de encontrarse, de hacerse; su nombre es una entelequia imperfecta y huidiza; sombra en el espejo. El yo, una permanente vaciedad insaciable. Todo a pesar de la conciencia en sus variadas significaciones. O la conciencia como el torturador insomne que necesita conocer lo que no existe, lo ignorado, eso que llaman nada.

“Conoces el nombre que te dieron, / no conoces el nombre que tienes. Libro de las Evidencias.” (El epígrafe.) El abismo entre conocer y saber. El conocimiento como adquisición, detentación, posesión. El saber como inmanencia; nace y fluye, maná dentro.

*****
La contemplación y apreciación de una pintura, por ejemplo, puede detenerse y concentrarse en detalles, en apenas una parte del todo, que más llama la atención, tal vez mejor trabajada o es el foco de algo circunstancial y preciso, alguna motivación de origen ignorado, en fin. Como cierto ingrediente en una vianda; determinado extracto de música sinfónica.

También en una narración encuéntranse pormenores o particularidades que en algo conciernen o convocan, impresionan y emplazan, hacen volver a ellos, a rodearlos hasta cerciorarse quién sabe de qué; tal vez de que echen raicillas en el humus humoroso, asentado por años, de la inerme sensibilidad, por lo que dura una noche del Sol desertor…

Sabido es, la novela, el relato, la narración son ficción, invento, patraña, mentira, y el lector lee a sabiendas de tal engaño, cómplice socarrón, convenido al paso mesurado de los siglos, convenio no oral ni escrito, digamos, entre al menos dos imaginaciones complementarias que han sufrido cambios de forma y ambiente y circunstancias.

Consciente de su gracioso autoengaño cabalmente adictivo y gratificante, a medida que lee, el lector respira y se insufla de esa falsa pero cautivante y a veces perturbadora atmósfera que lo envuelve e involucra, a la que, a su vez, en cordial connivencia simbiótica, sustenta, da sentido, razón de ser; y, a veces, asigna sacrílegas sinrazones. Su inerme y enorme credulidad condicionada suspende o detiene el intrínseco e implícito significado ficticio de lo narrado/escrito/leído/creído…, para dotarlo de verdadera verdad, de mayor certeza que lo cierto, más realidad que lo real… Y todo ello en secretas pero triunfales jornadas épicas de la imaginación comprometida con la realidad, de la sensibilidad blindada de sensiblería, de la memoria también proclive a suplementarias invenciones…

*****
¿Y don José, a todo esto? Ah, sí, don José, por supuesto, el único nombrado entre todos los nombres.

Artículo anteriorLa cosecha intelectual de 2016
Artículo siguienteUsted y el financiamiento electoral