Raúl Molina

El Acuerdo de Paz Firme y Duradera fue una oportunidad valiosa para transformar el país que, al desperdiciarse, nos ha llevado a la condición hoy de “Estado fallido” y “neocolonia”. A los veinte años de su firma, en mis tres últimos artículos de 2016 analizaré tres aspectos: la búsqueda de la paz; el contenido del Acuerdo; y qué hacer después de su desperdicio. La derecha extrema y gran parte del Ejército esperaban que el Acuerdo se convirtiera en capitulación de la URNG, bajo el falso supuesto de que su fuerza dependía del bloque soviético. Al derrumbarse este, se proponía la rendición de la organización revolucionaria, visión que con más determinación sostuvo Serrano. Para el movimiento revolucionario, el Acuerdo fue el medio para desarrollar la “Proclama Unitaria” de 1982 y convertirla en Programa para una Nueva Guatemala, contando con los aportes de la Asamblea de la Sociedad Civil (ASC). La búsqueda del mejor acuerdo, conservando claros y precisos los principios de la lucha, pasó así a ser eje estratégico sustancial, junto a las acciones armadas, el trabajo de masas y el trabajo internacional. Como movimiento, con penetración o incidencia en todos los sectores de la sociedad, sumó los esfuerzos nacionales para elaborar, negociar y acordar las disposiciones que dieran respuesta a las condiciones sociales, económicas y políticas del país. No fueron “ocurrencias” de la Comandancia General, si bien esta jugó un papel clave en la negociación directa, sino que propuestas de la ASC, organizaciones populares y pueblos indígenas, y la militancia de las cuatro organizaciones revolucionarias de la URNG.

La búsqueda de la paz no fue fácil, como no lo había sido sostener la lucha frente al terrorismo de Estado; la determinación de Washington, vía Reagan, de detener las revoluciones de Centroamérica; las políticas de genocidio y tierra arrasada que desarraigaron a más de un millón de personas; los crímenes de guerra y de lesa humanidad acumulados en el tiempo y descritos en “Guatemala: Memoria del Silencio”; la maniobra de la “transición democrática”, con la cual el Ejército dejó la Presidencia pero mantuvo el poder; y las separaciones, por diversas razones, de integrantes de la URNG. Para ello, en un país ocupado por el Ejército, mantener la lucha armada mediante acciones guerrilleras era fundamental. El gobierno contaba con el aprovisionamiento constante de armamento, asesoría militar y de inteligencia de Estados Unidos e Israel y el uso indiscriminado de recursos y fondos del Estado y los aportes incesantes del sector privado. La doctrina de seguridad nacional, invento estadounidense, había llevado a extremos la represión y la corrupción, al punto que en tres decenios de conflicto no hubo nunca “presos políticos”. Abundaron eso sí las desapariciones forzadas; con más de 45 mil la cifra superó al Cono Sur completo. Fue ante este aparato sofisticado de “contrainsurgencia” que la URNG debió operar militar y políticamente y contribuir, plenamente, al proceso de búsqueda de la paz, iniciándose con diálogos sectoriales y culminando con negociaciones sustantivas. Una proeza en sí misma.

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