Adolfo Mazariegos

El jueves de la semana recién pasada presencié un desafortunado incidente que no puedo dejar de comentar. Sucedió sobre la décima calle de la zona nueve capitalina, entre sexta y séptima avenidas, y prácticamente frente a un par de oficiales de la Policía Municipal de Tránsito, quienes, o no se percataron de lo sucedido (que me cuesta creerlo) o simplemente el episodio no les importó en lo más mínimo. Eran cerca de las cinco de la tarde, horario de tráfico pesado. Los pilotos de los autos detenidos sobre la calle, aguardando a que se les diera la vía después de varios minutos de espera, bocinaban con terca y denodada insistencia, como esperando a que ello, de alguna manera, cambiara ese monótono momento de tedio eterno. De pronto, a mi izquierda, un hombre en motocicleta cuyo casco adornaba absurdamente su brazo izquierdo, subió intempestivamente a la acera y aceleró a todo lo que el motor de su vehículo de dos ruedas fue capaz. Lo vi recorrer casi media cuadra hasta llegar a la siguiente esquina, en donde, a pesar de encontrarse ya prácticamente de frente a un hombre mayor que llevaba en las manos lo que parecía ser un paquete envuelto en una bolsa de plástico negro, no se detuvo, por el contrario, trató de esquivarlo acelerando y haciendo un arriesgado quiebre de cintura, con tan mal tino que pasó golpeando al hombre en uno de sus costados, provocando que este perdiera el equilibrio y cayera trastabillando sobre su bolsa de plástico negro. Lo vi levantarse y llevarse la mano al costado, y revisar el contenido de su bolsa mientras el intrépido motorista se perdía con rapidez por entre tantos vehículos rumbo a quién sabe dónde. El tráfico seguía inmóvil, como si de pronto el tiempo se hubiera detenido para que todos los que estábamos allí pudiéramos observar aquella lamentable escena. Me acerqué al hombre y le pregunté si estaba bien, a lo que respondió afirmativamente con una sonrisa que me pareció imposible: “lo que sí se rompió es el marco del cuadro” me dijo, sacando de la bolsa una obra en óleo con un paisaje antigüeño en tonos sepia. Según me dijo, el cuadro era un encargo que iba camino a entregar, pero que ahora tendría que esperar. Era el maestro Chalí, miembro de una sencilla y perseverante familia de pintores chimaltecos que merecen todo el respeto y apoyo del mundo. Con toda seguridad, jamás imaginó que un irresponsable y abusivo individuo que lo atropelló y que no debería tener el privilegio de conducir un vehículo motorizado, aparte de poner en riesgo su vida (y la propia inclusive), ni siquiera tendría la amabilidad de detenerse a levantarlo y por lo menos, preguntarle si estaba bien (no digamos ofrecerse a pagar el daño que ocasionó a su trabajo). Verdaderamente lamentable señor irresponsable, ojalá nunca tenga usted la necesidad de que alguien le dé una mano para levantarse si cae.

Artículo anteriorLos grandes favoritos a la Champions se evitan entre sí en octavos
Artículo siguienteEl Grinch