René Leiva

Dos puertas tiene la vivienda de don José, la de la calle y la que puede (no debe) abrirse a la Conservaduría; puerta esta que cabalmente comunica a su lugar de trabajo, pero clausurada y prohibida y de llave guardada por él en un cajón también vedado. Vaya extravagante situación. Por dicha puerta, a deshora, trémulo y anhelante, don José da el primer paso físico, corporal, de la aventura transgresora que lo llevará no demasiado lejos en el espacio circundante aunque sí en el ánimo y otros lugares profanos, eso para un desapercibido quijote de dispersa locura como él.

Sabido es, todo tenido por cuerdo es un loco reprimido, o frustrado, de locura cauterizada o mutilada o enjaulada. La cordura es cicatriz de inconfesable herida, apenas de plural compartimiento, apenas visible bajo sus vendajes fósiles.

Empero, esa primera incursión nocturna, irregular e infractora, lo hace henchirse de extraña satisfacción, orgullo y confianza en sí mismo, por la soledad y el silencio del lugar, vecino a su casa adosada al edificio, sin testigos perceptibles… Esa noche don José toma posesión de su incipiente aventura, de su huidiza voluntad, de un derrotero delineado mitad por abstracciones, mitad por revelaciones.

(No es inusual que simples objetos, pero no objetos simples, se arroguen importancia de personajes en una narración –una carta manuscrita, una joya, un puñal…–, mucho más que cualquier comparsa de carne y hueso. El objeto, cosa o ente inanimado, como decididor determinante, con solo ser lo que es y estar donde está, de acontecimientos que, por supuesto, en él nada alteran. Nada inusitado, más bien frecuente.)

Todos los nombres. Ajá, tres plurales. Y la pluralidad de lo singular en el todo. Todos los nombres, de vivos y de muertos… ¿Es una simpleza afirmar que hay más muertos que vivos, que los muertos existen, tienen existencia –mientras haya cementerios, registros, memoria, sus obras su descendencia…–, aunque ya no vivan? ¿Que muchos muertos importan más que muchos vivos? ¿Que entre vida y muerte las fronteras cambian de lugar, se cruzan, atraviesan de una parte a otra…?

Más que en el tiempo de los relojes y los horarios, de los calendarios, los días y las noches, la aventura transcurre dentro de un espacio mental y anímico, atemporal e intemporal, que dilátase o contráese según los hechos impresionan y afectan una psiquis que acomoda y desacomoda dichas sensaciones en una misma fracción de segundo… En el lapso de una hora, o menos, puede salir y ponerse el sol. Cada humano es un cronómetro que se adelanta o atrasa más o menos a capricho; que literalmente no mide el tiempo en segundos, minutos, horas; en que pasado, presente y futuro (o en otro orden) no siempre son o están en el ayer, el hoy y el mañana.

(La lectura, por su cuenta, también acoge retrospectivas, vueltas atrás o adelantos, reiteraciones, extravíos de cierto hilo, grietas en la continuidad, distracciones y abstracciones, pérdida de brújula, evocaciones ajenas, amnesia… Incluso algún tipo de glosario inédito, intransferible.)

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