Luis Enrique Pérez

El Congreso de la República proseguirá la etapa final de aprobación del proyecto de reforma de la Constitución Política, propuesto originalmente por el Ministerio Público, la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, y la Procuraduría de Derechos Humanos; pero el producto final será impredecible; y es improbable que, en consulta popular, los ciudadanos ratifiquen la reforma.

La aprobación comenzó, paradójicamente, con una no aprobación de una parte de la reforma a la que conferían extraordinaria importancia los ilusionados autores de tal reforma. Aludo a la no aprobación de la parte que declaraba que el antejuicio era una garantía que no impedía que “dignatarios y funcionarios públicos” fueran sujeto de investigación penal, o “suspendidos del cargo” si fueran vinculados con un proceso penal. Los diputados son, por mandato constitucional, dignatarios. Quizá algunos diputados creyeron que la reforma constitucional los despojaba del privilegio de antejuicio que poseen.

Aunque esta reforma fuera una de las mejores, era improbable que la mayoría absoluta de diputados la aprobara, es decir, que ellos mismos pretendieran atentar contra sus actuales o potenciales intereses delictivos, o pretendieran ser víctimas inocentes de una infamante acción penal pública, y herederos de un injusto desprestigio irreversible. Uno puede conjeturar que si los diputados hubieran sido excluidos de esta parte del proyecto de reforma, tal parte hubiera sido aprobada.

La aprobación prosiguió con una inconclusa discusión sobre una cuestión que parece ser intrínsecamente controvertible: la Corte Suprema de Justicia ejerce, con “exclusividad absoluta”, la función jurisdiccional, o función de declarar qué es o qué no es conforme al derecho; pero la reforma propuesta la despojaría de tal ejercicio exclusivo y absoluto, y le adjudicaría funciones jurisdiccionales a las autoridades de las etnias indígenas. Conjeturo que, cuando continúe el proceso de aprobación del proyecto de reforma, habrá mil propuestas de modificación sobre tal adjudicación; y finalmente el reconocimiento constitucional de la denominada “justicia indígena” podría ser un ridículo simulacro.

Es improbable que la mayoría de los ciudadanos, en consulta popular, ratifiquen la reforma constitucional que los diputados finalmente aprueben, no porque la reforma aprobada no sea la que haya sido propuesta originalmente. No la ratificaría porque no confía en los diputados. Y no confía en ellos quizá porque cree que carecen de autoridad moral; que son ejemplo de corrupción; que delinquir es su más genuina vocación; que ansían el antejuicio para protegerse de sus actos delictivos; que reclaman desprecio; que exigen irrespeto; y que no son padres de la patria, sino hijos de una prostituida democracia y una estúpida república.

Por supuesto, el ciudadano debería decidir racionalmente ratificar o no ratificar la reforma constitucional, aunque no confíe en los diputados. Empero, conjeturo que la mayoría de ciudadanos no estudiará el texto original de la constitución, y en un acto de suma pureza racional lo comparará con el texto de la reforma que aprobaron los diputados, y entonces decidirá ratificar o no ratificar esa reforma. También conjeturo que, en el caso de que el ciudadano opine que una parte reformada es beneficiosa y que otra es maleficiosa, no meditará profundamente sobre el mayor o el menor valor de una parte con respecto a la otra, y luego decidirá ratificar o no ratificar la reforma. Y porque la mayoría de ciudadanos no estaría dispuesta a ejercitarse en tal pureza racional ni a consumirse en tal meditación, tendería a predominar la no confianza en los diputados: y la reforma no sería ratificada.

Post scriptum. La reforma constitucional propuesta en el año 1993, fue ratificada en consulta popular por una simple razón: los diputados, peligrosamente amenazados por una impetuosa rebelión popular, aprobaron, ellos mismos, renunciar. La reforma constitucional propuesta en el año 1999, no fue ratificada por una simple razón: era un proyecto de impunes terroristas. La reforma que propondrían los actuales diputados no sería ratificada por una simple razón: sería obra de una renovada maldición legislativa.

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