Juan Jacobo Muñoz Lemus

Siempre fue una mujer de rasgos positivos y aliento progresista. Inteligente, crítica, bienintencionada, solidaria y para nada conformista; era fácil de admirar, pero también de envidiar. Si hubiera habido que señalarle algo, quizá hubiera sido que era un poco dada a la animosidad y a buscar sensaciones; y que tal vez era demasiado escrupulosa, de mucho sacrificio y proclive a la culpa, y que en el fondo una melancolía basal convivía con ella.

Un hombre apareció, la vio con su sombra y la eligió como blanco de su violencia. No era que ella fuera especial para él, la escogió porque topó con ella y porque aceptó su seducción. A él, que la veía como cosa, le daba lo mismo ella que otra.

Él le descubrió sus puntos débiles y la atacó. Supo intuir que estos puntos eran las cosas infantiles que ella se negaba a ver de sí misma, y con malicia la hacía ser lo que ella tanto había querido evitar. Le revivió traumas confundiéndola y la llevó a la autodestrucción; y a pesar de los talentos que tenía, ella se sentía paralizada. Trataba de razonar, pero solo conseguía culparse por haber sido voluntaria de su agonía, y aunque la realidad la desmentía, ella seguía con él.

Se podría haber especulado que ella buscaba activamente el fracaso, y que descreía de su felicidad; lo cual era una contradicción, tomando en cuenta que antes del aparecimiento de él, ella era exitosa, optimista y vital. También cabía pensar que había en ella un disfrute secreto que provenía de su propia sombra. Aun así, ella era la agredida en un encuentro asimétrico y luchaba internamente por salvarse. De lo que no había duda era que aquel hombre le extraía la vida hasta marchitarla; se notaba en que ella no reaccionaba, como si estuviera muriendo.

Su agresor la había convencido de ser indispensable para él, y ella que era tan vital, estuvo dispuesta a dar la vida por él; esa era su vulnerabilidad. Era un reto macabro, como hundirse en un pantano, y mientras menos éxito tenía para salvarlo más lo intentaba; no quería ser culpable de un abandono. Ella siempre se había sabido fuerte y capaz, pero saberlo no era suficiente, y se sentía impelida a demostrárselo a sí misma con cada situación; eran sus dudas las que la empujaban. Así la había seducido aquel hombre al principio, haciéndola sentir alguien especial, y después de un tiempo le hizo sentir que estaba loca.

Los testigos se hicieron a un lado sin advertirle demasiado, pues como no escuchaba razones, concluyeron que no era una víctima inocente; y así fue como tuvo que luchar sola para salir del inframundo, sintiendo paradójicamente que moría al hacerlo.

Con el tiempo pudo reconocer la manipulación a la que había sido sometida y así fue abriendo una puerta hacia su libertad. Quitó la venda de sus ojos para ver las perversiones de su agresor y hasta las propias, y trató de asumir su situación sin culpas inútiles. Reconoció la rabia oculta durante la sumisión y todas las demás emociones que se había prohibido.

Sufrió la separación, pero pudo ir uniendo sus pedazos hasta hacerse a sí misma. Revitalizó sus talentos y estuvo más atenta a sus miedos. Aprendió a estar sola y a vincularse.

Artículo anteriorLas palabras del año
Artículo siguienteReceta para no avanzar