Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

No me cabe la menor duda que los poderes ocultos tienen enorme experiencia y capacidad por la experiencia acumulada durante tantos años de ejercer el más absoluto control del sistema político nacional. Por ello es que sus reacciones ante el vendaval que se desató en abril del año pasado han sido eficientes para recomponer sus fuerzas y evitar que se consolide el tema de la lucha contra la corrupción y utilizan cualquier recurso para provocar divisiones y contradicciones entre quienes entienden claramente el fondo del problema del país, pero que se dividen fácilmente a la hora de hablar de acciones concretas que se pueden o deben tomar para atacarlo de raíz.

Las reformas constitucionales son un ejemplo de ello, puesto que la sociedad sabe perfectamente el problema que representa tener un poder judicial surgido del juego tenebroso en las Comisiones de Postulación que llegaron a ser controladas absolutamente por esos poderes fácticos y, sin embargo, con astucia se fueron sembrando elementos de discordia que terminaron por enfrentar aún a los que admiten la necesidad de cambiar la forma en que se integran las Cortes. En una sociedad como la nuestra es muy fácil desacreditar un esfuerzo como el que se había realizado y bastó lanzar unos cuantos infundios para sembrar duda en todos los sectores que, como esperaban los promotores de la campaña de desinformación, empezaron a ver micos aparejados.

Tenemos que identificar con absoluta claridad cuál es el problema del país y lo que nos imposibilita avanzar en la búsqueda del bien común y la práctica del buen gobierno en beneficio de la población y no de la clase política y sus socios en la esfera privada. La corrupción y la impunidad son dos elementos que anulan absolutamente cualquier idea de desarrollo sostenible y dirigido a beneficiar a toda la población y especialmente a quienes han sido históricamente marginados de los beneficios del crecimiento económico. No es tema ideológico sino de vida práctica, porque mientras haya impunidad tendremos corrupción a diestra y siniestra y eso impide que se piense siquiera en programas de Nación. Todo el ejercicio político, crucial para implementar políticas de Estado, se restringe a la búsqueda de medios para ordeñar al erario hasta exprimirlo. La lista de fugas, que puede arrancar con las plazas fantasma y llega hasta a negocios del calibre de la Terminal de Contenedores Quetzal o el saqueo del IGSS, es inmensa y se propaga por toda la administración pública, tanto en el gobierno central como en los gobiernos locales porque la contaminación es absoluta.

Cada centavo que se recauda sirve para nutrir la corrupción, inclusive cuando se habla de los pactos colectivos negociados en forma espuria y sin sustento financiero por autoridades venales que de esa manera compran a la dirigencia sindical.

Mientras no entendamos el efecto de la corrupción y el daño que le hace al país y a sus habitantes, seguiremos enredados en estériles debates sobre las formas, sin darnos cuenta que necesitamos un cambio profundo que termine con las prácticas actuales que, mediante la garantía de impunidad, alientan la corrupción que es un cáncer que carcome a la sociedad.

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