René Leiva

Don José parece vivir más dentro de sí mismo que hacia allá afuera (donde se adaptan y medran los conocedores devotos de la realidad, lo objetivo, lo perceptible, lo pragmático, el arribismo, el emprendimiento mercantil, la codicia…). Abstraído, abismado en honduras vírgenes. Indemne el cordón umbilical con un planeta en que es único habitante desconocido, del que emerge por necesidad para captar el viejo hálito que empaña el mundo, el demasiado respirado aliento que enturbia a humanos y (otras) cosas. Ostra sin perla visible ni previsible. Ostra no apreciada, más bien con luna menguante dentro, en parcial eclipse. Náufrago en una isla de cuatro paredes y dos puertas sólo de entrada. Voluntad de poderío colmada en el endógeno complimiento de toda espera. Afuera, lejos y extraño son lo mismo.

Un techo de estuco, visto tumbado boca arriba, desde la cama, después de un día adverso, puede ser un interlocutor inquisitivo e incisivo durante un corto diálogo en que dicho techo, prosopopeyado, es decir, una proyección del humano, tiene la razón en sus argumentos contrarios, posee mayor sentido común, es más sensato, llega al fondo de las dificultades, sopesa –no sin cierta sorna– ventajas e inconvenientes… sin dejar de ser un techo de estuco, ahí arriba.

De cómo el soliloquio/diálogo interior, en ciertos ánimos, demuestra el grado de sabiduría que puede poseer la contraparte, ese otro íntimo de mirada y criterio con madurez creativa y reconciliadora respecto al mundo y las circunstancias; ese ego siamés, eclipsado por el yo demasiado humano, que cuando tiene voz se expresa con verdades de edénica y prístina desnudez… Ego: Eco.

Elocuencia y persuasión de la sobriedad. La dosificación del signo ortográfico. Puntuación con punta y varios filos. La palabra necesaria, huérfana de lastres y sombras. La palabra en la cripta de su hueso. La palabra, en fin, descreída de palabras.

Prosa densa pero no recargada. Párrafos encadenados pero no maniatados ni menos amordazados. Palabras de libre, común acceso, no cautivas en diccionarios. La palabra materna, la palabra láctea, la palabra amniótica. Hilo del discurso sin nudos de rebuscada erudición. Transparente corriente del río, y tanto, que visibles son sus orillas interiores, su fondo vegetal, algún remolino lúdico, la gota diminuta.

Ante una escritura de estilo sobrio, casi ascético, casi aséptico, la lectura remonta obvias complicidades complementarias, para añadir, al gusto o a capricho, si fuese provechoso, hacia mayor o mejor sugestión, aquello que el texto elude. Ante lo desacostumbrado, la costumbre, inmanente al discurrir del pensamiento, asume las supuestas carencias y las presuntas excentricidades de la escritura. Eso sí, con respeto y reconocimiento.

Sabido es, la lectura suplanta, a su manera, cuanto cree faltar o de que carece el escrito. Casi nunca o no siempre es literal, milimétrica, la lectura. Leer no es vaciarse el pensamiento en el cambiante molde del texto. Qué va.

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