Oscar Clemente Marroquín
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Para muchos norteamericanos blancos, que no se confiesan racistas pero que en el fondo lo son y mucho, la elección de Obama hace ocho años fue una afrenta muy dura y me consta que en diversos círculos no ocultaban su desprecio hacia el mandatario y lo que representaba. En esta elección, los demócratas cifraron sus mayores esperanzas en una sólida votación de las minorías hispanas y de color para enfrentar a las huestes de blancos poco educados que, según las encuestas, eran la columna vertebral del movimiento de Donald Trump y creo yo, eso generó una polarización sin precedentes.

El mensaje de Trump a lo largo de su larga campaña, desde que surgió como precandidato republicano hasta ayer, fue dirigido muy preciso y concretamente al electorado blanco y era a ellos a los que hablaba cuando insistía en que su meta era volver a hacer grande a los Estados Unidos. El país nunca dejó de ser grande, su influencia mundial sigue siendo determinante, su economía se recuperó de la peor crisis desde la Gran Depresión, lo cual indicaba que allí estaba la grandeza de ese país sin necesidad de que hubiera un rescate en esas áreas críticas. Pero el gran rescate que hacía falta era evitar que esas minorías de color, que incluyen a ojos del gran público a los hispanos, se adueñaran de las decisiones políticas del país y fueran quienes determinaran el futuro de la Nación.

El mensaje intrínseco de la propaganda de Trump era que esa grandeza de los Estados Unidos en la que insistía una y otra vez, dependía de que los blancos se unieran para rescatar a un país que, a ojos de muchos, se había degradado con la elección del primer Presidente negro de la historia y con el riesgo de que, ocho años más tarde, fuera el voto de las minorías el decisivo para marcar el rumbo político de la nación.

Estados Unidos ha avanzado mucho en los derechos civiles desde los años en que las comunidades afroamericanas eran objeto de la segregación y el trabajo de dirigentes como Martin Luther King y aún de Malcom X con su postura más radical, fue decisivo para que en el gobierno de Lyndon Johnson se decretara el fin de las leyes que permitían legalmente mantener a los negros como seres de segunda clase, con derechos limitadísimos en varios de los Estados. Yo todavía pude ver en el transporte público de New Orleans la tablita, que iban corriendo según las necesidades, para marcar hasta donde podían sentarse los de color para no afectar la preferencia hacia el blanco.

Todo eso desapareció, pero el racismo, como aquí, subyace en muchísimas conciencias que se resisten a ver como iguales a todos los seres humanos y que desprecian y marginan a quienes son “diferentes” por considerarlos seres inferiores. Y creo que a mayor ignorancia mayor racismo y eso explica en buena medida esa avalancha de voto blanco fuera de las áreas metropolitanas del país que finalmente dio el triunfo a Donald Trump en tal magnitud que los pesos y contrapesos del sistema quedan muy debilitados, aunque habrá que ver si ya investido, el nuevo presidente se comporta diferente.

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