Eduardo Blandón

Tienen sus ocurrencias los pueblos, arrebatos sociales que no les permite ver a causa del cansancio y las múltiples decepciones que se arrastran en el tiempo.  Tal situación es la que le permitió a Donald Trump llegar a la Presidencia sin que apenas nadie lo sospechara, pero de manera firme y constante, dejando atónita a media humanidad.

Los norteamericanos no estrenan el despiste, en el siglo pasado muchos países, pero fundamentalmente la Alemania hitleriana, la patria de Hegel y Nietzsche, la nación de teutones educados, refinados y orgullosos, optó por renunciar a la sensatez y abandonarse a los cantos de sirena de un hombre más bien ordinario.  Con lo que parece evidente que la educación, para frustración del dicharachero popular, no basta para tener lucidez y determinarse por lo mejor.

Lo de Trump, aunque es de antología, sigue la línea de una fórmula de antigua data que consiste en capitalizar el cansancio a costa de ofertas para dummies con modos bandolerezcos.  Se aprovecha la indefensión, provocada por una cultura educada por lo más rancio del cine hollywoodense.  El fenómeno eleccionario nos pone a nivel de los gringos viejos (al estilo de Carlos Fuentes).

Para nuestro consuelo, lo de ayer nos sitúa al nivel del gringo blanco norteamericano: analfabeto, insensato, impulsivo y muy cabeza dura para aprender de la historia.  Quizá también violento, con ese instinto deletéreo que se activa cuando menos se le espera.  No de carácter malo, pero sí de una ingenuidad peligrosa que lo pone a él mismo al borde del suicidio.

Trump gana las elecciones gracias al voto xenófobo de los blancos, en virtud de las mujeres que indulgentes supieron omitir las faltas del político travieso y por una población latina que privilegia al hombre rudo sobre cualquier viso de inteligencia.  El próximo presidente norteamericano, si es fiel a sí mismo y a sus electores, tendría que seguir siendo el mismo papanatas de siempre y cultivar con propiedad el odio de todos contra todos.

Así son los pueblos, ocurrentes, salidos, irreflexivos.  Sociedades impulsivas que suelen pagar a precios altos sus errores.  Lo malo es que tanta irracionalidad arrastra a la humanidad por senderos que, por conocidos, nos pone en guardia porque, como siempre se dice, es fácil conocer dónde comienza el mal, pero casi nunca, dónde termina. Dios nos coja confesados.

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