María José Cabrera Cifuentes
mjcabreracifuentes@gmail.com

La semana pasada se reunió un grupo de mujeres frente a la Plaza de La Constitución llevando como lema “Ni Una Menos”. Hace un poco más de un año, titulé uno de mis artículos precisamente así, tomando el nombre de este movimiento surgido en Argentina para poner un alto a la violencia en contra de las mujeres.

Aunque reiteradamente me he proclamado a diestra y siniestra como “antifeminista”, tal y como la corriente es llevada a la práctica hoy en día, la realidad en la que vivimos con los años me ha vuelto más sensible y ha abierto mis ojos a las situaciones que enfrentamos y que frecuentemente minimizamos y alejamos de la definición de violencia, pero que a la larga no son otra cosa que algunas de sus manifestaciones.

Nací y crecí en la ciudad, mi infancia no pudo estar más alejada que la de aquellas mujeres rurales que son vistas como nada más que procreadoras y sirvientas. Tuve la dicha de nacer en una familia con un pensamiento distinto en el que a las mujeres se nos valoraba por nuestra humanidad y por nuestras ideas. Tuve la oportunidad de ir al colegio, de estudiar dos carreras en la universidad y después, incluso, ser beneficiada con una beca para estudiar una maestría en la que incluso se daba prioridad a las mujeres y a los indígenas.

Mi situación es la misma que la de muchas otras mujeres que siguen renegando de la realidad de la mujer. Yo, por el contrario, siempre sostuve que las féminas ya habíamos ganado todas las luchas y que el creer lo contrario seguiría siendo parte de la autovictimización rentable e imperante en los últimos años.

Debo tomar algunas de mis palabras de regreso y expresar que no, las mujeres seguimos estando en desventaja a pesar de los enormes avances que con esfuerzo han ganado para nosotras muchos grupos que creyeron en que la injusticia debía cesar.

Quisiera en este espacio esbozar lo que vivimos día con día pues intentar profundizarlo implicaría escribir un libro. Todo empieza cuando salimos temprano a la calle para ir a estudiar o a trabajar, sabemos que debemos ser más cautas que los hombres porque somos más vulnerables que ellos a sufrir un atraco, a que nos roben el carro o nos ultrajen de otra forma. Imagino que para las que utilizan el transporte público la realidad debe ser peor.

Es indescriptible el temor y la frustración que nos invade después, cuando sabemos que es casi imposible caminar media cuadra sin escuchar silbidos, sin enfrentar miradas lascivas, expresiones de lo más denigrantes provenientes de tipos de todos los estratos sociales.

También resultan insultantes las insinuaciones de que para haber obtenido un puesto importante de trabajo seguramente nos acostamos con alguno de los jefes, o al menos “les dimos carreta”, como si nuestra capacidad no fuera suficiente para obtener lo mismo o más que un hombre de forma correcta y con el mismo esfuerzo. Eso por no mencionar que sin importar cuantos estudios tengamos, en la oficina seguiremos siendo “la seño” mientras que los compañeros que quizá ni asistieron a la universidad serán siempre los “licenciados”, aunque este título no aporte en lo más mínimo en la calidad de persona que somos.

¿Pueden imaginar la frustración de estar sentados solos en un bar y que alguien se aproxime e intentando tocar su pierna invada su espacio personal? A eso estamos expuestas todas las mujeres que ya no necesitamos de un acompañante para salir. Peor es el caso si disfrutamos de viajar solas, nos estamos exponiendo por “libertinas”, por lo que las cuestionadas continuamos, como siempre, siendo nosotras.

Es tan poco el espacio y hay tanto por decir que dedicaré mi próximo artículo a la misma materia. Hoy expuse cosas que quizá a algunos les resultarán superficiales, pero que en nosotras dejan una huella que nos marca para siempre. La siguiente semana intentaré esbozar el porqué de estas terribles realidades, intentando poner en evidencia quiénes son los verdaderos culpables de que la situación permanezca.

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