René Leiva

¿Puede atribuirse características prosopopéyicas a ese ego alternativo, al dialogante consigo mismo, esa intrusa y semiclandestina duda o interrogante asediante que se acuesta al lado y descansa en la propia almohada y susurra preguntas y objeciones en su juego adverso, siempre en contra? ¿Quién es ese enemigo subyacente, quién o qué, adversario de la aventura, de convincentes réplicas dialécticas, propenso al sedentarismo y a la rutina conservadora, en fin, un antagonista interno, medio espía, al cual vencer, que no convencer? ¿Cómo sobornar a ese testigo ocular, inflexible testigo de cargo?

La aventura de don José es, también, una busca del tiempo perdido, pero sin evocaciones reforzadas de imaginación en encerrona y sin recobrarlo porque acaso puede recobrarse lo nunca poseído, ¿o sí? Don José no busca su tiempo perdido en incursión a una recordación elegante; más bien intenta inquirir en un presente también difuso y volátil, porque el suyo es tiempo desconocido, no el anclado en embalsamados recuerdos.

En medio de la aventura, si se es creyente, a la hora de los contratiempos, adversidades e inconveniencias, el recuerdo intuitivo de Dios, de que Él es el guardián del nacimiento y de la muerte… El recuerdo fragmentado de una sumisión aceptada que se rompe y se rehace sin por eso perder o equivocar los fueros invictos de la voluntad.

(Los mayores, más durables y necesarios descubrimientos o inventos -Dios, por ejemplo- han tenido un origen ubicuo y casi simultáneo, sin haber mediado el propósito expreso de ser inventados o descubiertos, ni mucho menos esa extraña ubicuidad de su comienzo.)

Todos los nombres se reducen, apenas, a uno solo, y a medias; pero no, de ninguna manera los contiene ni los compendia… Aunque tal vez un solo nombre sea el símbolo de todos.

Entre todos, todos los nombres, siempre, siempre hay uno solo que de veras importa, que significa algo o más, porque como es uno está solo, aislado, como una isla sin nombre, una isla que espera nunca ser descubierta.

Don José, en un sueño, el rostro, sólo el rostro, no de una, sino de la mujer desconocida, ¿cómo es, cómo sería ese rostro a manera de epítome arquetípico de toda ella, sus elementos corpóreos, anímicos, espirituales, psíquicos, biográficos…?

(En todos y en cualquiera, hombre o mujer, reposa una colección mental, no selecta, de personajes contemporáneos elevados a la buena o mala fama por los medios masivos de comunicación, por el propio criterio o gusto o distracción o capricho o franca aversión…)
A la común, ordinaria aventura de la vida, de haber nacido, de saberse existir o ser existente, de estar en el mundo y en la sociedad humana como parte de un todo semiconocido… agregar o injertar la razonable sinrazón de otra aventura esperada o apenas intuida en los intersticios de la normalidad y la rutina.

Cuando el discurso del pensamiento en que transita el solitario don José intenta diálogos fragmentados para acallar al silencio… O para invocar una tregua a lo desconocido con la mutable duración de un sueño.

(Salve, Literatura, todos los que en tus aras moriremos engañados te saludan, precisamente.)

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