René Arturo Villegas Lara

No he podido averiguar el significado del término “Chachaguate” y no lo encontré en los diccionarios de guatemaltequismos, pues no lo contemplan. En este refrescante y diáfano mes de noviembre, como sucede todos los años, parece que nos invade una quietud que solo se experimenta en este mes de flores del campo: desde los quiebracajetes, los ramilletes blancos de la Flor de Concepción, los margaritones amarillos hasta las humildes flores de muerto, que la gente de escasos recursos corta en las orillas de los potreros y del cementerio para adornar a sus difuntos, aunque despidan un olor a ruda. De ahí, el nombre: Flor de muerto. Pero este mes tiene otras cosas: el fiambre, los jocotes amarillos en miel, el ayote en dulce, la práctica criolla de pedir gorra el Día de los Santos, y no esa costumbre de noche de brujas, que no es más que eso que don Miguel de Unamuno, en el Sentimiento Trágico de la Vida, decía que no entendía: no ser auténtico y querer ser otro. En fin, cada uno con su tema. Yo siempre recordaré cuando llegaban a mi casa mis amigos de infancia, Armando Melgar Moreno, Ricardo Mayén y Hugo Salazar, para que junto a otros niños del barrio de Champote, iniciáramos el recorrido por todo el pueblo pidiendo gorra: –“Ángeles somos, del cielo venimos y gorra pedimos”. Nada de brujas: puros angelitos.

Pero noviembre también tiene otras cosas. En octubre hay que construir los barriletes, porque luego que los espantos del Día de Finados, regresan a sus ocupaciones habituales, llegan los vientos de noviembre y cientos de barriletes adornaban el entonces limpio cielo de la costa grande, con figuras de diferentes colores, flecos como cabellos ondulados y colas tamaño estándar para que el barrilete “no colaceye” y termine trabado quién sabe dónde. Para eso se usaba papel de china, venas de palma de coco, porque no tienen mucho peso, un jocote rescoldado como pegamento, el fuerte “hilo 10” y cualquier trapo viejo para hacer la cola. Mejor si al final se le amarraba una pluma de chompipe, para que la cola pesara. Y entre esos barriletes dirigidos por manos infantiles, como drones primitivos, algunos hasta eran portadores de mensajes que nunca tenían contestación. Y nunca, mientras no se fue al cementerio, podía faltar la hermosa Mariposa que construía Samuelito Lau, quien como experimentado ciudadano que vino de la China, sabía ser exótico para construir su barrilete-mariposa, cubierto de estrellas plateadas y doradas en las que se reflejaba el sol de la mañana. Si uno quería que su barrilete volara muy alto, había que ir a las orillas del pueblo o a los barrancos de las cuevas Güilón, en donde los zopes anidaban y perpetuaban la especie o bien subirse a la cúpula de lo que fue la Catedral del Sur. Y aquí viene lo del “Chachaguate”. Resulta que había patojos de malas crianzas que se dedicaban a “huevearse el hilo 10” y para eso utilizaban una especie de voleadora, al estilo de los indígenas de la Patagonia, que tal vez vieron que usaba Patorusito, en la vieja revista Billiken. Así, con una pita corta, amarraban una piedra en cada extremo y la tiraban al hilo del barrilete. Al bajar por el peso, reventaban el fuerte hilo 10 y uno se quedaba con el resto del molote en la mano y el chachaguatero se “hueveaba” el hilo y el barrilete. Pienso que quizá estos niños, adultos, tal vez siguieron siendo chachaguateros, pues ya lo traían en la sangre. ¡Se ha visto casos!

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